El puerto
Nikitin rompió con el hombro la lluvia ondulante de la cortina y salió a la calle que se abría cuesta abajo. La acera derecha estaba a la sombra; por la izquierda, en un ardiente resplandor juntoal bordillo, temblaba un delgado arroyo; una niña de cabellos negros, sin dientes, con la cara cubierta de pecas, recibía en un balde un chorro sonoro y brillante; y el arroyo, y el sol, y la sombra color violeta, todo fluía, se deslizaba cuesta abajo, hacia el mar: un paso más y allá, al fondo, entre las paredes de las casas, crecía su compacto brillo de zafiro. Por el lado de la sombra avanzabanunos pocos transeúntes. A su encuentro vio venir a un negro con el uniforme de las tropas coloniales, su cara le recordó un chanclo mojado. Un gato saltó con suavidad del asiento de una silla de mimbre abandonada en la acera. Una voz de cobre, provenzal, comenzó a hablar rápidamente en alguna ventana. Golpeteó el postigo verde. En un tenderete, entre mariscos color lila, olorosos a algas,relucía el oro rugoso de unos limones.
Ya junto al mar, Nikitin miró emocionado su denso azul, que a lo lejos pasaba a un plata enceguecedor, el rielar del sol jugando suavemente en la borda blanca de un yate, y luego, tambaleándose por el intenso calor, fue a buscar el pequeño restaurante ruso cuya dirección había leído en la pared del consulado.
En el pequeño restaurante hacía calor comoen la peluquería y estaba un poco sucio. Al fondo, junto a una amplia barra, transparentaban unos bocadillos y frutas bajo las ondas grisáceas de la muselina que los cubría. Nikitin se sentó, enderezó los hombros para despegar la camisa de su espalda mojada. En la mesa vecina comían dos rusos, marineros de un barco francés, por lo visto, y varias mesas más allá un viejito solitario con gafasdoradas sorbía con ruido el borsh de su cuchara. Secándose sus gruesas manos con un paño, la dueña lanzó al recién llegado una mirada maternal. Sobre el suelo, dos peludos cachorros agitaban sin cesar sus patas; Nikitin lanzó un silbido; la vieja perra, casi sin pelo y con una película verde en la comisura de sus comprensivos ojos, puso su cabeza sobre las rodillas del hombre.
Uno de losmarineros se dirigió a él contenidamente, sin prisa.
—Espántela, le pegará las pulgas.
Nikitin acarició la cabeza de la perra, alzó los ojos brillantes.
—Eso no me preocupa, sabe... Constantinopla... Las barracas... Usted qué cree...
—¿Está recién llegado? —preguntó el marinero. La voz inmutable. Una malla en lugar de la camisa. Todo él fresco, hábil. El cabello negro cortado...
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