Hermitte
Crucé la angosta callecita en dirección a la última casa, la del murallón ocre. Al llegar, disminuí el ritmo de mis pasos. Seguí avanzando, mientras rozaba el muro con los nudillos de mi mano izquierda. “Bueno, algo es algo, estamos tocando la casa en la que ahora está escribiendo el hombre que alguna vez se animó a descifrar los pulsos de cien años desoledad.” El reportaje, de cualquier manera, ya había comenzado: tocando el muro de su casa. Después, doblé en la esquina hasta llegar al muro siguiente, de piedra, el de una escuela primaria. Y decidí ponerle oreja a un coro de niños cuyas voces, en ese preciso instante, también estarían siendo escuchadas por el premio Nobel, mientras escribía sus palabras de cada día. Las voces niñas desgranaban acoro las famosas vocales: “Con A con A con A ¡con Alegría!... Con E con E con E ¡con Entusiasmo!... Con I con I con I ¡con Ilusión!...”.
Volví sobre mis pasos, y empecé a rozar el muro ocre con los nudillos de la otra mano. Para que esa mano se fuera haciendo a la idea de que dentro de unas horas iba a estrechar la del escritor–cazador de milagros primordiales. Al llegar a la esquina encontré otravez al hombre tan flaquito, ahora en cuclillas, refrescando su torso y su cabeza con el agua que le sobró en un tarro. Hice bien en ponerme a conversar con él:
–¿Mucho calor?
–Pero claro que sí. Soy el lavacarros de la calle Stuart de este barrio de San Diego. Wilson José Gómez me llamo y me dicen, y tengo 26 años y llevo 18 andando. Lavo y cuido carros para ganarme el diario y pagar mi hotel.–Wilson, ¿qué significan los tatuajes de sus brazos?
–En este brazo tengo dos caras. Una es la cara de mi madre y otra es la cara de mi padre. La cara de dos lágrimas, pues es la de mi madre. Ella lloraba tanto por mí cuando yo me fui de la casa a los 8 años, cansado de que mi padre discutiera con mi madre. La cara de la lágrima sola es la de mi padre, porque poco lloraba mi papá por mí; él nole paraba bolas al hogar ni nada de eso. Él no estaba sino peleando a mi mamá. Por eso me fui yo de la casa. En mi otro brazo están las iniciales de mis dos hijas y de mi mujer. A todas las quiero yo, mucho más que lo que mi padre, que ya está muerto, me quiso a mí.
–Wilson, usted hace su trabajo a menos de una cuadra de la casa de Gabriel García Márquez. ¿Lo conoce?
–Sí, pues. Ya lo conozco añoy pico. Él viene por aquí de vez en cuando, se está una semana y se va. No anda en carro por aquí, anda por sus pies, por ahí, caminando.
–¿Ha hablado alguna vez con él?
–Uff, muchas veces. Él es ése al que le gusta andar preguntándole a la gente.
–Y a usted, ¿García Márquez qué le pregunta?
–Como soy del interior, un cachaco, don Gabriel me pregunta que cómo me va con el trabajo y todo... Yme pide que le cuente más de todo anécdotas. Porque él es ése que quiere saber cosas que le pasan a uno en la vida. Sí sí, como le digo, es uno al que mucho le gusta el preguntar... A raíz de eso yo creo que debe ser que él inventa los libros... Él hace sus libros, claro, con las historias de la gente que conoce y con anécdotas de él también, me imagino.
(Hice bien, nuevamente –enseguida...
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