la sangre de medusa
Los comensales empezaron por celebrar la ocurrencia. Luegocreyeron ver un acto de ilusionismo, una broma excesiva sólo jus-
ticable en la noche que rompía una vezal año el tedio y la rigidez
cotidianas. Porque sin un rugido, la estatua cerró sus auces y cer-ce
nó la cabeza del señor León.
El otógrao recibió en sus brazos el cuerpo decapitado.Armóque, debido a la brusquedad del movimiento, quizá la oto iba a salir
borrosa. Nadie supo qué actitud asumir. Ahora se culpan mutua-
mente por haber ordenado un león de hielo sincalcular ni el peligro
que representaba ni la mala ama que rodea al cocinero. Acabande apresarlo bajo el cargo de esculpir eímeras estatuas en excesorealistas y a menudo vivientes.
IV. Granteatro
E
ntre bastidores, ajeno al espectáculo y al ruido, el hombre contem-plaba de lejos la unción. De pronto se encontró arrojado al escena-rio, impelido a una arsa cuyos motivosignoraba. Sus parlamentos
no hallaron respuesta. Al margen del diálogo que sostenían loscomediantes, sintió que lo dominaba un gran desamparo.
Los actores se retiraron de la escena. Quedó solo enel tinglado
ante un público ero que reclamaba una segunda tanda. Lo ago-
biaron de injurias y silbidos, lo cubrieron de escupitajos, le arrojaronobjetos contundentes. Para deenderseintentó distraerlos con jue-
gos malabares. Fracasó. Ensayó saltos y contorsiones. Fue en vano.La sala que hasta entonces él había percibido como una oscura
caverna se le reveló como unzoológico: aunque vestidos con ropajeshumanos, los que estaban sentados en las butacas eran sin excepción
animales de todas clases.Un tigre erguido sobre sus patas traseras subió al escenarioycomenzó a arrojarle dagas aladas que le arrancaban trozos depiel sin llegar a hundirse en su carne. El hombre protestó su ino-cencia: aquel no era su ocio y no tenía culpa alguna por no estar
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