Maria
A los hermanos de Efraín
de Jorge Isaacs
He aquí, caros amigos míos, la historia de la adolescencia de aquél a quien tanto amasteis y
que ya no existe. Mucho tiempo os he hecho esperar estas páginas. Después de escritas me
han parecido pálidas e indignas de ser ofrecidas como un testimonio de mi gratitud y de mi afecto. Vosotros no ignoráis las palabras que pronunció aquella noche terrible, al poner en mis
manos el libro de sus recuerdos: «Lo que ahí falta tú lo sabes; podrás leer hasta lo que mis
lágrimas han borrado». ¡Dulce y triste misión! Leedlas, pues, y si suspendéis la lectura para
llorar, ese llanto me probará que la he cumplido fielmente.
Capítulo I
Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a mis estudios
en el colegio del doctor Lorenzo María Lleras, establecido en Bogotá hacía pocos años, y
famoso en toda la República por aquel tiempo.
En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz, cortó de mi
cabeza unos cabellos: cuando salió, habían rodado por mi cuello algunas lágrimas suyas.
Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que debía
sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella precaución del amor
contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi alma por todos los sitios donde había pasado, sin comprenderlo, las horas más felices de mi existencia.
A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los
brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos. María
esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla sonrosada a la
mía, helada por la primera sensación de dolor.
Pocos momentos después seguí a mi padre, que ocultaba el rostro a mis miradas. Las pisadas
de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. El rumor del
Sabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se aminoraba por instantes. Dábamos ya
la vuelta a una de las colinas de la vereda en las que solían divisarse desde la casa viajeros
deseados; volví la vista hacia ella buscando uno de tantos seres queridos: María estaba bajo las
enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre.
Capítulo II
Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más
perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las
crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro,
como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur
flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba
planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas
vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas
abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos. Mis ojos se habían fijado con
avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de añosos gruduales; en
aquellos cortijos donde había dejado gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían
conmovido mi corazón las arias del piano de U***: ¡los perfumes que aspiraba eran tan gratos
comparados con el de los vestidos lujosos de ella; el canto de aquellas aves sin nombre tenía
armonías tan dulces a mi corazón! ...
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