nose
Páginas: 8 (1851 palabras)
Publicado: 10 de julio de 2013
¡Cuánto nos intrigó a mis hermanos y a mí la casa cerrada! Y no sólo a nosotros. Recuerdo haber oído una conversación, siendo muy muchacho, que mi ma¬dre mantuvo en el estrado con algunas señoras, y en la cual aludieron misteriosamente a ella. También las inquietaba, también las asustaba y atraía, con sus postigossiempre clausurados detrás de las rejas hos¬tiles, con su puerta que apenas se entreabría de ma¬drugada para dejar salir a sus moradores, cuando acudían a la misa del alba en los franciscanos y, poco más tarde, a la mulata que iba de compras. No necesito decirle quiénes habitaban allí. Con seguridad, si hace memoria, lo recordará usted. Harto lo sabía¬mos nosotros: eran una viuda todavía joven, defa¬milia acomodada, y sus dos hijas. Nada justificaba su reclusión. Las mozas crecieron al mismo tiempo que nosotros, pero jamás cambiaron ni con mis her¬manos ni conmigo ni con nadie que yo sepa, una palabra. Se rebozaban como monjas para concurrir al oficio temprano. Luego conocí el motivo de su
en¬claustramiento. Por él he sufrido mi vida entera; a causa de él le escribo hoy con manotemblorosa, cuan¬do la muerte se aproxima. Debí hacerlo antes y lo intenté en varias oportunidades, pero me faltó au¬dacia.
En una ocasión —ellas tendrían alrededor de quin¬ce años— pude ver el rostro de mis jóvenes vecinas. La curiosidad nos inflamaba tanto, que mi hermano mayor y yo resolvimos correr la aventura de desli¬zarnos hasta la casa frontera por las azoteas que la cercaban. iTodavía me palpitael corazón al recor¬darlo! Aprovechamos la complicidad de un amigo que junto a ellas vivía y, silenciosos como gatos, con¬seguimos asomarnos con terrible riesgo a su patio interior. Allí estaban las dos muchachas, sentadas en el brocal del aljibe, peinándose. Eran muy hermosas, Reverendo Padre, con una hermosura blanquísima, de ademanes lentos; casi irreal. Las mirábamos des¬de la altura,escondidos por un enorme jazminero, y se dijera que el perfume penetrante ascendía de sus cabelleras negras, lustrosas, tendidas al sol. Desde entonces no puedo oler un jazmín sin que en mi me¬moria renazca su forma blanca y negra. Fue la úni¬ca vez que las vi, hasta lo otro, lo que le narraré más adelante, aquello que sucedió en 1807, exactamente el 5 de julio de 1807.
La circunstancia de haber nacidoen Orense, aun¬que mis padres me trajeron a Buenos Aires cuando empezaba a caminar, hizo que después de la primera invasión Inglesa me incorporara al Tercio de Galicia. Intervine con esas fuerzas en acontecimientos que ahora, tantos años después, su osadía torna mito¬lógicos.
El 5 de julio de 1807 —habría transcurrido un lus¬tro desde que entreví fugazmente a mis vecinas en su patio— fue para mivida, como lo fue para Bue¬nos Aires, un día decisivo.
A las órdenes del capitán Jacobo Adrián Varela tocome defender la Plaza de Toros, en el Retiro. Me hallé entre los cincuenta o sesenta granaderos que a bayonetazos abrieron un camino entre las balas, para organizar la retirada desde esa posición que cayó luego en poder del brigadier Auchmuty. Nues¬tra marcha a través de la ciudad alcanzó unheroísmo que señalaron los documentos oficiales. Jamás la ol¬vidaré. Jamás olvidaré el fango que cubría las ca¬lles, pues había llovido la noche anterior, y nuestro avance ciego entre las quintas abandonadas donde ladraban los perros, mientras retumbaban doquier los cañones y la fusilería. Mi jefe perdió las botas en el lodo; yo dejé un cuchillo, la faja... Nadie hubiera reconocido nuestro...
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