obra "agua "de JOSE MARIA ARGUEDAS
Cuento de José María Arguedas (1933)
A los comuneros y "lacayos" de la hacienda Viseca con quienes
temblé de frío en los regadíos nocturnos y bailé en carnavales,
borracho de alegría al compás de la tinya y de la flauta.
A los comuneros de los cuatro ayllus de Puquio: K'ayau, Pichk'achuri, Chaupi y K'ollana. A los comuneros de San Juan, Ak'ola,
Utek', Andamarca, Sondando, Aucará, Chaviña y Larcay.
Cuando yo y Pantaleoncha llegamos a la plaza, los corredores estaban todavía
desiertos, todas las puertas cerradas, las esquinas de don Eustaquio y don Ramón sin
gente. El pueblo silencioso, rodeado de cerros inmensos, en esa hora fría de la
mañana, parecía triste. −San Juan se está muriendo −dijo el cornetero−. La plaza es corazón para el pueblo.
Mira nomás nuestra plaza, es peor que puna.
−Pero tu corneta va a llamar gente.
−¡Mentira! Eso no es gente; en Lucanas sí hay gente, más que hormigas.
Nos dirigimos como todos los domingos al corredor de la cárcel.
El varayok' había puesto ya la mesa para el repartidor del agua. Esa mesa amarilla era todo lo que existía en la plaza abandonada en medio del corredor, solita, daba la
idea de que los saqueadores de San Juan la habían dejado allí por inservible y pesada.
Los pilares que sostenían el techo de las casas estaban unos apuntalados con
troncos, otros torcidos y próximos a caerse; sólo los pilares de piedra blanca
permanecían rectos y enteros. Los poyos de los corredores, desmoronados por todas partes, derrumbados por techo, con el blanqueo casi completamente borrado, daban
pena.
−Agua, niño Ernesto. No hay pues agua. San Juan se va a morir porque don Braulio
hace dar agua a unos y a otros los odia.
Pero don Braulio, dice, ha hecho común el agua quitándole a don Sergio, a doña
Elisa, a don Pedro.
−Mentira, niño, ahora todo el mes es de don Braulio, los repartidores son asustadizos, le tiemblan a don Braulio. Don Braulio es como el zorro y como perro.
Llegamos a la puerta de la cárcel y nos sentamos en un extremo del corredor.
El sol débil de la mañana reverberaba en la calamina del caserío de Ventanilla,
mina de plata abandonada hacía muchos años. En medio del cerro, en la cabecera de
una larga lengua de pedregal blanco, el caserío de Ventanilla mostraba su puerta
negra, hueca, abierta para siempre. Gran mina antes, ahora servía de casa de cita a los
cholos enamorados. En los días calurosos, las vacas entraban a las habitaciones y
dormían bajo su sombra. Por la noche, roncaban allí los chanchos cerriles.
Pantacha miró un rato el pedregal blanco de Ventanilla. −Antes, cuando había minas, sanjuanes eran ricos. Ahora chacras no alcanzan para
la gente.
−Chacra hay, Pantacha, agua falta. Pero mejor haz llorar a tu corneta para que
venga gente.
1
El cholo se llevó el cuerno a la boca y empezó a tocar una tonada de la hierra.
En el silencio la voz de la corneta sonó fuerte y alegre, se esparció por encima del pueblecito y lo animó. A medida que Pantacha tocaba, San Juan me parecía cada vez
más un verdadero pueblo: esperaba que de un momento a otro aparecieran mak'tillos,
pasñas 1 y comuneros por las cuatro esquinas de la plaza.
Alegremente el sol llegó al tejado de las casitas del pueblo. Las copas altas de los
sauces y de los eucaliptos se animaron; el blanqueo de la torre y de la fachada de la
iglesia, reflejaron hacia la plaza una luz fuerte y hermosa. El cielo azul hasta enternecer, las pocas nubes blancas que reposaban casi pegadas
al filo de los cerros; los bosques grises de k'erus y k'antus que se tendían sobre los
falderíos, el silencio de todas partes, la cara triste de Pantaleoncha, produjeron en mi
ánimo una de esas penas dulces que frecuentemente se sienten bajo ...
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