El lobizon
El lobizón.
El lobizón
, Silvina Bullrich (19151990)
Hoy tuvo lugar la autopsia. Como ustedes supondrán, he recobrado mi libertad. El informe
médico es categórico: Diego murió de una lesión cardiaca en la noche del 20 al 21 de
septiembre. También agrega que el ejercicio y la bebida despertaron la enfermedad ya
latente en él.
Habíamos ido a remar al Tigre por la mañana, luego Diego pasó la tarde con Elvira y por la
noche volvimos a reunirnos en su casa para comer. Elvira no pudo quedarse; me alegro por
ella. De lo contrario se hubiera visto mezclada en esta absurda suposición de crimen.
Cuando íbamos a lo de Diego comíamos y bebíamos demasiado, y aquella noche con
mayor razón, puesto que no había ninguna mujer. Por eso, al cabo de un rato, agotado el
tema político, entramos en el terreno de los cuentos picarescos, y de ahí, ayudados por el
alcohol, resbalamos a las confidencias. Eramos cuatro hombres jóvenes, despreocupados;
no creíamos ni en Dios ni en el diablo; mucho menos en fantasmas y supersticiones. Yo
pronuncié palabras tan irreverentes sobre las pueriles creencias de la humanidad que Diego,
el más serio de todos, el mayor también, me interrumpió bruscamente:
Si te hubiera ocurrido en la vida lo que me ocurrió a mí, quizá vacilaras antes de afirmar
que solo existe lo que ven nuestros ojos.
E inmediatamente, sin esperar siquiera nuestras preguntas, nos contó lo que hoy transcribo,
lo que todos olvidamos intencionalmente durante el interrogatorio por respeto a la memoria
de nuestro amigo. Como me reservo el derecho de ocultar su apellido, ese secreto, que mis
compañeros tampoco revelarán, ha sido sepultado con él. M e apresuro a decir que
considero este relato como uno de los tantos casos de sugestión colectiva tan estudiada por la psicología actual. El lector podrá comprobarlo por sí mismo. Lo cierto es que su muerte y
la investigación que la siguió (fui el último en retirarse de la casa de Diego, y su muerte,
según los informes médicos, ocurrió a las tres de la madrugada, hora en que yo lo dejé
creyéndolo dormido) han desequilibrado mi sistema nervioso. Dicen que la mejor manera
de librarse de un obsesión es verterla sobre el papel. Quiero hacer la prueba. Después me
iré al campo. Si, indudablemente, necesito una temporada de reposo.
Relato de Diego.
Mi infancia transcurría feliz en aquella casa del barrio de Flores, cuya fealdad pasaba
inadvertida por su semejanza con las casas vecinas. Era una construcción de un solo piso, sencilla, vulgar, de la cual se desprendía todo el tedio de las familias burguesas que
resuelven sin problemas espirituales.
Era un cubo simétrico, revocado de un color crema, casi ocre, detestable. Encima de las
puertas y de las ventanas, rectángulos de mosaicos verdes aumentaban la fealdad de la
última vivienda en la que fui dichoso. Había un patio al frente; un corredor que corría a lo
largo de la casa lo unía con un patio del fondo. Siete casas iguales completaban la cuadra.
El barrio había crecido, pero conservaba una trasplantada tristeza provinciana que se
acentuaban los domingos. Ese día,, en nombre del descanso dominical, me prohibían toda
actividad. Yo permanecía asomado a la ventana, mirando, entristeciéndome
paulatinamente, la calle desierta, el verde oscuro y terroso de las plantas del patio y todas
las gamas del color ocre declinando en los revoques groseros. Contaba los mosaicos que
coronaban las puertas de las casas vecinas, las divisiones de cada mosaico: sumaba, restaba,
no me detenía sino en cifras pares, y ...
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