LAS PISADAS MISTERIOSAS
Un quinto camarero vino hacia él como una saeta, y le susurró al oído: -¡Un asunto muy urgente! ¡Muy importante¡ ¿Puede el propietario hablar con el señor? El presidente se volvió muy desconcertado, y con ojos depánico vio que venía hacia él Mr. Lever con aquella su difícil presteza. Aunque éste era su paso habitual, su cara estaba muy alterada: generalmente su cara era de cobre oscuro, y ahora parecía de un amarillo enfermizo. -Dispénseme usted, Mr. Audley -dijo confatiga de asmático-. Estoy muy asustado. En los platos de pescado de los señores, ¿se fueron también los cubiertos? -Sí, naturalmente -contestó el presidente con cierto calor. -¿Y lo vieron ustedes? jadeó el amo, espantado-. ¿Vieron ustedes al criado que se los llevó? ¿Le conocen ustedes?-¿Conocer al camarero? -contestó indignado Mr. Audley-. No por cierto. Mr. Lever abrió los brazos con ademánagónico:
-No lo mandé yo -exclamó-. No sé de dónde ni cómo vino. Cuando yo mandé a mi camarero a recoger el servicio, se encontró con que ya lo había recogido alguien antes.
Mr. Audley tenía un aire demasiado azorado para ser el hombre que le estaba haciendo falta a la patria. Nadie pudo articular una palabra, excepto el hombre de palo, el coronel Pound, que parecía galvanizadoen una actitud artificial. Se levantó rígido, mientras los demás permanecían sentados, se afianzó el monóculo, y habló así, en un tono enronquecido como si se le hubiera olvidado hablar:
-¿Quiere usted decir que alguien ha robado nuestro servicio de plata?
El propietario repitió el ademán de los brazos, todavía con más desesperación, y de un salto todos se pusieron en pie. -¿Están presentes todos sus criados? -preguntó el coronel con su voz dura y fuerte.
-Sí, aquí están todos. Yo lo he advertido -dijo el joven duque adelantando la cara hacia el interior del coro-. Yo los cuento siempre al llegar, cuando están ahí formados a la pared.
-Con todo, no es fácil que uno se acuerde exactamente... -comenzó Mr. Audley.
-Sí, meacuerdo exactamente gritó el duque-. Nunca ha habido aquí más de quince camareros, y los quince estaban hoy aquí, puedo jurarlo: ni uno más, ni uno menos.
El propietario se volvió a él con un espasmo de sorpresa, y tartamudeó:
-¿Dice usted..., dice usted que vio usted a mis quince camareros?
-Como de costumbre -asintió el duque-. ¿Qué tiene eso de extraño? -Nada -dijo Lever con un profundo acento-, sino que es imposible: porque uno de ellos ha muerto hoy mismo en el piso alto.
¡Espantoso silencio! Es tan sobrenatural la palabra «muerte», que muy fácil es que todos aquellos ociosos caballeros consideraran su alma por un instante, y su alma les apareciera más miserable que un guisante marchito. Uno de ellos (tal vez el duque) hasta dijo, conla estúpida amabilidad de la riqueza:
-¿Podemos hacer algo por él?
Y el judío, a quien estas palabras conmovieron, contestó:
-Le ha auxiliado un sacerdote.
Y entonces, como al tañido de la trompeta del Juicio, se dieron todos cuenta de su verdadera situación. Por algunos segundos no habían podido menos de sentir que el camarero número quince era elespectro del muerto, que había venido a sustituirle. Y aquel sentimiento los ahogaba, porque los espectros eran para ellos tan incómodos como los mendigos. Pero el recuerdo de la plata rompió el sortilegio brutalmente, volviendo a todos a la realidad. El coronel arrojó su silla y se encaminó hacia la puerta.
-Amigos míos -dijo-, si hay un camarero número quince, ése es el...
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