El Beso Gustavo Adolfo Bcquer Leyendas Leyenda toledana I Cuando una parte del ejrcito francs se apoder a principios de este siglo de la histrica Toledo, sus jefes, que ignoraban el peligro a que se exponan en las poblaciones espaolas diseminndose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los ms grandes y mejores edificios de la ciudad. Despus de ocupado el suntuosoalczar de Carlos V, echse mano de la Casa de Consejos y cuando sta no pudo contener ms gente, comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la poblacin donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada,envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol de Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos de que todava nos hablan con admiracin nuestras abuelas.Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente, hablando a media voz con otro, tambin militar, a lo que poda colegirse por su traje. ste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, pareca servirle de gua por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmaraadas y revueltas. - Con verdad - deca eljinete a su acompaante- , que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi sera preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza. - Y qu queris mi capitn - contestle el gua que efectivamente era un sargento aposentador- . En el alczar no cabe ya un gramo de trigo, cuando ms un hombre San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermenquince hsares. el convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero har cosa de tres o cuatro das nos cay aqu como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia. - En fin - exclam el oficial- , despus de un corto silencio y como resignndose con el extrao alojamiento que lacasualidad le deparaba ms vale incmodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no ser difcil segn se agrupan las nubes, estaremos a cubierto y algo es algo. Interrumpida la conversacin en este punto, los jinetes, precedidos del gua., siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario deespadaa, su cpula ojival y sus tejados desiguales y oscuros. - He aqu vuestro alojamiento - exclam el aposentador al divisarle y dirigindose al capitn, que despus que hubo mandado hacer algo a la tropa, ech pie a tierra, torn al farolillo de manos del gua y se dirigi hacia el punto que ste le sealaba. Comoquiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados queocupaban el resto del edificio haban credo que las puertas le eran ya poco menos que intiles, y un tablero hoy, otro maana, haban ido arrancndolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches. Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo. A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perda entre lasespesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantstica sombra del sargento aposentador, que iba precedindole, recorri la iglesia de arriba abajo, y escudri una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local mand echar pie a tierra a su gente, y hombres y caballos revueltos, fue acomodndola como mejor pudo. Segn dejamos dicho, la...
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