martes con josu
mesa de la cocina; llevaba una camisa de algodón que le venía grande yunos pantalones
de chándal que le venían más grandes todavía. Le venían grandes porque se le habían
atrofiado las piernas hasta quedar más pequeñas que las tallas normales de la ropa: se le
podíanrodear los muslos con las dos manos tocándose los dedos. Si pudiera ponerse de
pie, no mediría más de un metro y medio, y seguramente le vendrían bien unos vaqueros
de un chico de sexto curso.
—Te hetraído una cosa —le anuncié, mostrando una bolsa de papel marrón. Al venir
del aeropuerto me había pasado por un supermercado próximo y había comprado algo de
pavo, ensalada de patata, ensalada depasta y bagels. Ya sabía que había bastante comida
en la casa, pero quería aportar algo. Me sentía impotente para ayudar a Morrie de ningún
otro modo. Y recordaba su afición a comer.
—¡Ah, cuántacomida! —dijo con voz cantarina—. Bueno. Ahora tienes que
comértela conmigo.
Nos sentamos a la mesa de la cocina, que estaba rodeada de sillas de mimbre. Esta
vez, sin necesidad de poner al díadieciséis años de datos, nos sumergimos rápidamente
en las aguas familiares de nuestro antiguo diálogo de la universidad: Morrie me hacía
preguntas, escuchaba mis respuestas, se detenía a añadir, como unbuen cocinero, el
aderezo de algo que a mí se me había olvidado o de lo que no me había dado cuenta. Me
interrogó acerca de la huelga del periódico y, fiel a su modo de ser, no fue capaz decomprender por qué los dos bandos no se comunicaban entre sí, simplemente, y resolvían
sus problemas. Yo le dije que no todo el mundo era tan listo como él.
De vez en cuando tenía que hacer una pausa parair al baño, un proceso que requería
cierto tiempo. Connie lo llevaba en su silla de ruedas hasta el retrete y allí lo izaba de la
silla y lo sujetaba mientras él orinaba en el cuenco. Cada vez...
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