Cuentos

Páginas: 12 (2767 palabras) Publicado: 6 de septiembre de 2011
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Nunca se sabe

José Manuel Caballero Bonald

La polvareda, estacionada a media altura sobre el tramo de grava de la carretera, se precipita en busca del coche, enroscándose en el embudo que iba formando el brusco desplazamiento del aire, mientras volvía a sentir los ramalazos del calor taponando la distancia, obstruyendo el campo visual con una especie de incandescente y desoladomuro de contención. De modo que lo único que podía hacer era espiar con agobiante encono los arcenes de la carretera, intentando descubrir algún lugar propicio para poder recuperarme un poco, si es que todavía estaba en condiciones de admitir sensatamente esa posibilidad. Accioné entonces (me parece que fue entonces) el botón de la radio y se me echó encima una espantosa red de voces inarticuladas einstrumentos de percusión, entre cuya maraña creí distinguir la gangosa quejumbre de la ninfa negra, cosa que me resultó aún más intolerable y me obligó, en un súbito relampagueo de lucidez, a interceptar aquel hediondo reguero de música que abastecía con nuevas bocanadas de desazón el horno del coche. Posiblemente en ese momento (cuando volvió a hacerse audible el motor) empezaron a menudearalgunas manchas de juncia, cuya simple propuesta de alivio desvaneció un punto el fétido y abrasado aliento del pedregal que había venido atravesando durante no sabía ya cuánto tiempo. A poco trecho de allí, al trasponer un imprevisto cambio de rasante, se me entró por los ojos un fogonazo de verdor y sentí como el glandular barrunto de una proximidad de agua. No sé si frené entonces para vigilarmejor algún desvío cercano a aquella precaria umbría, pero lo más seguro es que acelerara porque (creo que simultáneamente) adiviné más que vi un calvero orillado de una polvorienta cerca de evónimos, con un cobertizo lateral de podridos puntales, no de muñones hundidos en la ciénaga de Estigia, y allí me arrimé acometido de un confuso automatismo, con todo el cuerpo chorreante y como entumecido poresa delectación en la tortura que precede al letargo. El sombrajo de cañizo estaba separado de la puerta del ventorro por una veintena de pasos. Algo viscoso y ululante (como una lengua de amianto al rojo, por ejemplo) me lamió ferozmente la cara cuando bajé del coche. El ventorro era de una sola planta y los blanqueados ladrillos de las paredes estaban mordidos de pequeños derrumbes y tumefactosorificios, circunstancia ésta que favorecía la suposición de que allí debían estar depositándose los pavorosos residuos de los cuerpos calcinados por el calor, fermentados ya en la atroz gusanera de la memoria. Una asfixiante racha de viento sacudió la puerta justo en el momento en que iba a abrirla. Sospecho que hasta que no me encontré delante del mostrador y me acodé en él para pedir un uisquicon mucho hielo, no empecé a ver claro o, mejor, a distinguir entre la evidencia de estar en aquel desconocido sitio y la eventualidad de seguir obnubilándome bajo la insolación. Era como si me librase con despiadada lentitud de esa tórrida pella de ahogo que había estado actuando sobre cada poro de mi cuerpo, con una voraz e ininterrumpida violencia, por espacio de un ya inconmensurable número dehoras. El camarero hablaba con un hombre sin nariz que estaba apoyado contra la pared medianera, al otro extremo del mostrador. No se acercó cuando le pedí el uisqui ni tampoco me miró cuando machacaba un irreconocible trozo de hielo y destapaba una botella de aspecto por lo menos fatídico. El hombre sin nariz cambió de postura: se apoyó de lado en el tabique y se restregó agresivamente un zapatocon el talón del otro; daba una urgente impresión de desamparo, como si le hubieran amputado inadvertidamente el perfil. Creo recordar que me tomé de un trago aquella basura con hielo y que sentí en el estómago el arañazo del hielo, a la vez que ese mismo arañazo me latía dolorosamente entre las sienes y la nuca. Me fui para el retrete sin preguntar dónde estaba, previendo que iba a averiguarlo...
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