el entenado
JUAN JOSÉ SAER
a Laurence Gueguen
... más allá están los Andrófagos, un pueblo aparte, y después viene el
desierto total...
HERODOTO , IV, 18
De esas costas vacías, me quedó sobre todo, la abundancia de cielo. Más de
una vez me sentí diminuto bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos
como hormigas en el centro de un desierto. Y si ahora que soy un viejopaso mis
días en las ciudades, es porque en ellas la vida es horizontal, porque las ciudades
disimulan el cielo. Allá, de noche, en cambio, dormíamos, a la intemperie, casi
aplastados por las estrellas. Estaban como al alcance de la mano y eran grandes,
innumerables, sin mucha negrura entre una y otra, casi chisporroteantes, como
si el cielo hubiese sido la pared acribillada de un volcán enactividad que dejase
entrever por sus orificios la incandescencia interna.
La orfandad me empujó a los puertos. El olor del mar y del cáñamo
humedecido, las velas lentas y rígidas que se alejan y se aproximan, las
conversaciones de viejos marineros, perfume múltiple de especias y
amontonamiento de mercaderías, prostitutas, alcohol y capitanes, sonido y
movimiento: todo eso me acunó, fue mi casa,me dio una educación y me ayudó
a crecer, ocupando el lugar, hasta donde llega mi memoria, de un padre y una
madre. Mandadero de putas y marinos, changador, durmiendo de tanto en tanto
en casa de unos parientes pero la mayor parte del tiempo sobre las bolsas en los
depósitos, fui dejando atrás, poco a poco, mi infancia, hasta que un día una de
las putas pagó mis servicios con un acoplamientogratuito —el primero, en mi
caso— y un marino, de vuelta de un mandado, premió mi diligencia con un
trago de alcohol, y de ese modo me hice, como se dice, hombre.
Ya los puertos no me bastaban: me vino hambre de alta mar. La infancia
atribuye a su propia ignorancia y torpeza la incomodidad del mundo; le parece
que lejos, en la orilla opuesta del océano y de la experiencia, la fruta es mássabrosa y más real, el sol más amarillo y benévolo, las palabras y los actos de los
hombres más inteligibles, justos y definidos. Entusiasmado por estas
convicciones —que eran también consecuencia de la miseria— me puse en
campaña para embarcarme como grumete, sin preocuparme demasiado por el
destino exacto que elegiría: lo importante era alejarme del lugar en donde
estaba, hacia un puntocualquiera, hecho de intensidad y delicia, del horizonte
circular.
En esos tiempos, como desde hacía unos veinte años se había descubierto
que se podía llegar a ellas por el poniente, la moda eran las Indias; de allá
volvían los barcos cargados de especias o maltrechos y andrajosos, después de
haber derivado por mares desconocidos; en los puertos no se hablaba de otra
cosa y el tema daba a vecesun aire demencial a las miradas y a las
conversaciones. Lo desconocido es una abstracción; lo conocido, un desierto;
pero lo conocido a medias, lo vislumbrado, es el lugar perfecto para hacer
ondular deseo y alucinación. En boca de los marinos todo se mezclaba; los
chinos, los indios, un nuevo mundo, las piedras preciosas, las especias, el oro, la
codicia y la fábula. Se hablaba de ciudadespavimentadas de oro, del paraíso
sobre la tierra, de monstruos marinos que surgían súbitos del agua y que los
marineros confundían con islas, hasta tal punto que desembarcaban sobre su
lomo y acampaban entre las anfractuosidades de su piel pétrea y escamosa. Yo
escuchaba esos rumores con asombro y palpitaciones; creyéndome, como todas
las criaturas, destinado a toda gloria y al abrigo de todacatástrofe, a cada nueva
relación que escuchaba, ya fuese dichosa o terrorífica, mis ganas de embarcarme
se hacían cada vez más grandes. Por fin la ocasión se presentó: un capitán,
piloto mayor del reino, organizaba una expedición a las Malucas, y conseguí que
me conchabaran en ella.
No fue difícil. En los puertos se hablaba mucho, pero cuando el momento
del embarque llegaba, eran...
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