El Entramado Del Universo
Ramón Peralta y Fabi* Es una mañana soleada y la vista de la bahía de Siracusa, desde arriba y junto al templo de Atenea, es bellísima. Es la ciudad natal de Arquímedes (287205 AC). El año es 265 AC y podemos imaginar a ese joven de cabello negro y ensortijado, sentado en la orilla de la fuente de Aretusa, cavilando sobre el espacio y el tiempo. Una de las mentes más brillantes que han existido, seguramente meditó y escribió profusamente sobre estos conceptos, aunque nada quedó de esto y muy poco de lo demás que hizo; lo que atisbamos deslumbra. ¿Qué puede decirse del espacio que modifique el conocimiento elemental que cada uno tiene y corresponde a lugar, territorio o a ese foro en el que ocurren las cosas o en el que éstas simple y sencillamente existen? Nada es, si no está. De ahí nuestro verbo básico: ser o estar. Del tiempo, podría decirse algo parecido. Tenemos una idea de su significado, usamos el término y nos sentimos con la convicción de entender de qué se habla, que fluye y separa una escena de otra, una imagen de la que sigue, siempre y cuando haya ocurrido algún cambio. Cuando hay variaciones, aparece el tiempo y lo usamos para cuantificar facetas de ese cambio; hablamos de brevedad o lentitud. Poco es tan cercano como las nociones de tiempo y espacio. Nuestro quehacer cotidiano siempre tiene un dónde y un cuándo. Seguramente son parte de los elementos necesarios para la supervivencia de la inmensa mayoría de los seres vivos, especialmente los que poseen un sistema nervioso y la capacidad de anticipar, reaccionar, actuar. Es decir, en el proceso evolutivo los seres vivos adquirieron o desarrollaron mecanismos para reconocer su entorno, su espacio, y utilizarlo en su favor, adaptándose y desenvolviéndose en él, a través del tiempo. La búsqueda del nicho más apropiado el territorio y la lucha por él, así como la planeación para enfrentar el futuro, aun el inmediato el manejo del tiempo son partes esenciales de la vida. La salida de la especie humana de las zonas ecuatoriales del planeta de África, de las que presumiblemente somos originarios hace centenas de miles de años obligó a esos grupos nómadas a percibir con mayor claridad la variabilidad del clima, la existencia de las estaciones, de la respuesta de la cubierta vegetal a éstas, de la percepción de nichos
ecológicos que abrían opciones de alimentación y bienestar, o para alejarse de especies peligrosas o de otros grupos que competían por el lugar o la comida. Nuevas condiciones climáticas y la dinámica natural, llevaron a la planeación necesaria para la supervivencia; los que no se adaptaron, desaparecieron. Miles de años más tarde, apareció la agricultura y la forma de vivir se transformó de manera determinante. Nuevamente, las percepciones de tiempo y espacio fueron madurando y se fueron afinando; se fueron haciendo conscientes. De este modo, el tiempo se asimiló como el pasar de los cambios, tanto los personales y grupales, que siempre han sido evidentes al mirar al vecino o al mirarse con el paso de los años, aun sin espejos, como los externos, fueran las variaciones de la Luna y los planetas, o de los horarios y lugar de los ocasos y las auroras, anticipando las estaciones que presagiaban escasez, los otoños e inviernos, o la explosión del colorido primaveral. Vincular estos cambios entre sí, reconocerlos como cíclicos, regulares y por consiguiente predecibles, permitió hacerlos parte de la naturaleza del universo envolvente de todos los días. Para los seres humanos, la conciencia de los conceptos espaciotemporales debe haber sucedido de manera paulatina, inexorable y profunda. Inició seguramente con elaboraciones esquemáticas sobre ubicación y orientación, conveniencia y oportunidad, ...
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