El espejo
—Pongan un bolero—sugirió.
Las muchachas lo miraron con sorpresa. Sin duda que se trataba de un rostro poco familiar. Las fiestas de Miraflores, a pesar de realizarse semanalmente en casas diferentes, congregaban la misma pandilla de jovenzuelos en busca de enamorada. De esos bailes sabatinos en residencias burguesas salían casi todos los noviazgos ymatrimonios del balneario.
—Nos gusta más el mambo—respondió la más osada de las muchachas —.El bolero está bien para los viejos.
Alfredo no insistió, pero mientras regresaba al bar se preguntó si esa alusión a los viejos tendría algo que ver con su persona. Volvió a observarse en el espejo. Su cutis estaba terso aún, pero era en los ojos donde una precoz madurez, pago de voraces lecturas,parecía haberse aposentado. “Ojos de viejo”, pensó Alfredo desalentado y se sirvió un cuarto vaso de ron.
Mientras tanto, la animación crecía a su alrededor. La fiesta, fría al comienzo, iba tomando punto. Las parejas se soltaban para contorsionarse. Era la influencia de la música afrocubana, suprimiendo la censura de los pacatos e hipócritas habitantes de Lima. Alfredo caminó hacia la terraza y miróhacia la calle. En la calzada se veían ávidos ojos, cabezas estiradas, manos aferradas a la verja. Era la gente del pueblo, al margen de la alegría.
Una voz sonó a sus espaldas:
—¡Alfredo!
Al voltear la cabeza se encontró con un hombrecillo de corbata plateada, que lo miraba con incredulidad.
—Pero, ¿qué haces aquí, hombre? Un artista como tú...
—He venido acompañando a mi hermana.
—No esjusto que estés solo. Ven, te voy a presentar unas amigas.
Alfredo se dejó remolcar por su amigo entre los bailarines, hasta una segunda sala, donde se veían algunas muchachas sentadas en un sofá. Una afinidad notoria las había reunido allí: eran feas.
—Aquí les presento a un amigo—dijo, y sin añadir nada más, lo abandonó.
Las muchachas lo miraron un momento y luego siguieron conversando.Alfredo se sintió incómodo. No supo si permanecer allí o retirarse. Optó heroicamente por lo primero pero tieso, sin abrir la boca, como si fuera un ujier encargado de vigilarlas.
Ellas elevaban de cuando en cuando la vista y le echaban una rápida mirada, un poco asustadas. Alfredo encontró la idea salvadora. Sacó su paquete de cigarrillos y lo ofreció al grupo.
— ¿Fuman?
La respuesta fue seca:—No, gracias.
Por su parte encendió uno, y al echar la primera bocanada de humo se sintió más seguro. Se dio cuenta que tendría que iniciar una batalla.
— ¿Ustedes van al cine?
—No.
Aún aventuró una tercera pregunta:
— ¿Por qué no abrirán esa ventana? Hace mucho calor.
Esta vez fue peor: ni siquiera obtuvo respuesta. A partir de ese momento ya no despegó los labios. Las muchachas,...
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