El socio
Los únicos seres reales son los que nunca han existido, y si el novelista es bastante vil para copiar sus
personajes de la vida, por lo menos debiera fingirnos que son creaciones suyas, en vez de jac tarse de la
copia.
Oscar Wilde
I
“¡Imposible! Necesito consultarlo con mi socio..." "Sabes bien con cuánto gusto te descontaría esa letra; pero... hemos convenido con mi socio...". "Hombre, si no estuviera en so ciedad, si yo solo dispusiera de
los fondos, te arreglaba este asunto sobre tabla... desgraciadamente el socio..." ¡El socio, el socio, siempre
el socio! Era la octava vez en la mañana que Julián Pardo, en su triste vía crucis de descuento, oía frases
parecidas. Al escuchar la palabra "socio" inclinaba la cabeza y, con sonrisa de conejo, se limitaba a contestar:
Sí, sí; me explico tu situación y te agradezco. Luego, al salir refunfuñaba mordiéndose los labios: ¡Canalla!
¡Miserable! Yo que le he ayudado tantas veces... Y ahora me sale con el socio... ¡Como si no supiera que
es un mito! ¿Quién iba a ser capaz de asociarse con este badulaque?
5
6
Una llovizna helada le azotaba el rostro. Parecía que el sutil pol vo de cristal se empeñara en lijarle las
facciones, enflaquecidas por el insomnio, acentuando en ellas esa especie de ascetismo que el pulimento
da a los tallados en marfil.
El fondo de la calle se veía como a través de un vidrio esmerila do. Los rascacielos, inmenso
hacinamiento de cajones vacíos, se oprimían unos contra otros, tiritando como si el viento los estreme
ciera.
El socio... el socio... seguía mascullando Julián Pardo una farsa, una disculpa ignominiosa... o algo
peor... sí, ¡ya lo creo!, una verdadera suplantación de personas. ¡Sinvergüenza!
En la esquina, un grupo de gente se arremolinaba en torno de un coche de alquiler. Julián se acercó también y estiró el cuello so bre los curiosos. ¡Estúpidos!. Miraba un caballo muerto.
Ahí estaba el pobre animal con las patas rígidas, los ojos tur bios, el cuello como una tabla y los dientes
apretados... Parecía sonreírse.
Julián no podía apartar los ojos de ese hocico, contraído en una mueca de supremo sarcasmo. ¡Pobre
bruto! Como él, caería un día, agobiado de trabajo, hostigado por el látigo de las preocupacio nes... Un acreedor, un auriga, una mujer... ¡cuestión de nombre so lamente!
¡Oh! Esa sonrisa del caballo parecía decírselo bien claro: Hermano Pardo, no me mires con esos ojos
tristes. De los dos, no soy seguramente yo el más desdichado... El coche ya no me pesa. Ahora descanso.
Cuando esta noche, mal comido, sin des uncirte de la carga de tu hogar, llames en vano al sueño, yo estaré durmiendo plácidamente como ahora. Mañana, tu mujer y tu chiqui tito subirán al coche; un
acreedor gordo empuñará la fusta y tú, mudo, con la boca amordazada por el freno de la necesidad reanu
darás el trote interrumpido. No creas que me río de tu suerte. El su frimiento me ha enseñado a ser
benévolo. Esta mueca, esta con tracción de mis mandíbulas que te ha parecido una sonrisa es sólo un gesto de desprecio hacia el cochero... ¡qué ridículo me resulta
ahora con su látigo y su gesto amenazante! ¡Por primera vez me río del cochero!
Colega Pardo: ¡Confiesa lealmente que me envidias! ¡Qué insolencia! Julián habría querido contestarle. El
tono manso y bondadoso no disminuía el escozor de la verdad. Por el contrario, la hacía más humillante. ¡Que demonio! ¡Ser tratado de colega por un ca ballo muerto!, pero, ¿era razonable que un corredor en
propieda des se pusiera a discutir en plena calle con los restos de un ja melgo?
Miró a su alrededor. En el compacto círculo de curiosos se des tacaba una mujer, casi una niña
envuelta en una suntuosa piel de marta. Su rostro delicado emergía del ancho cuello del abrigo, con ese ...
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