la pared tras la ventana

LA PARED TRAS LA VENTANA

Dios mío, prenderás tus velas
y jugaremos con el viejo dado.
Cesar Vallejo (Los dados eternos).

Soy Julio Zerpa, hijo de Raúl Zerpa y María Palomar. Tengo veinte años en este sitio y tenía cuarenta el día que me trajeron aquí. Sí, eso quiere decir que tengo sesenta. Mañana salgo de este lugar. Víctor, mi compañero de cuarto, solía decir que el tiempo que pasamosaquí es tiempo muerto, aquí es dónde las horas se acaban. Víctor era lo mejor de este lugar, pero la gente muere y se esfuma de nuestros cuartos; se van sin anunciarlo, se marchan... sólo se marchan. Se agarran al pomo de la puerta y en un ¡chas! lo giran y se desvanecen. Nadie hubiese apostado por mí… no a que yo soportaría tanto, nadie nunca hubiera creído que resistiría siquiera unos meses,pero aquí estoy, como diría Víctor, muriendo. He muerto todos los días por veinte años y aquí estoy, con la mirada metida en esa ventana, conversando con ella, con ella y con Víctor, conversando con la mirada, con el ojo metido en esa ventana y más allá, en esa otra pared que niega la vista al cielo. Yo recuerdo a Víctor… Lo recuerdo en esa pose: la mejilla recostada al piso, la cabeza asestada enel pecho, una camisa de botones ajustada, sin color, sin mangas y un pantaloncillo cualquiera. Siempre era así, decía: Aquí morimos, en este sitio las horas se acaban y luego me reclamaba la historia de María.
Yo trabajaba en un pedagógico dictando clases de literatura. Me levantaba todos los días a las cinco de la madrugada, desayunaba, tomaba un café, encendía un cigarro y me iba al trabajo: esaera mi vida. En el setenta tuve una hija con Emma, la que fue mi mujer. La llamamos María, como su abuela. Ella era el motivo por el cual yo salía todas las mañanas al trabajo, era mi razón de estar existiendo, inclusive, el único motivo por el cual aún estaba con Emma. Esa niña tenía los ojos grandes y bien juntos, una sonrisa que inundaba su cara y tenía también, desde muy pequeña, ese apegopor mí. Me llamaba papá y se agarraba fuerte a mi pecho, venía corriendo desde la sala, por el pasillo del comedor, con pasos torpes de bailarina y se agarraba fuerte a mi pecho. A los cuatro años, María murió atropellada por una camioneta en el frente de la casa. Emma estaba tomando con unas amigas y no vio cuando la niña cruzaba la carretera. Estoy seguro de ello. Yo estaba en el pedagógicohablando de Los dados eternos con mis estudiantes cuando me llegó la noticia. El director, un tal Roberto o Humberto, ahora no me interesa recordar su nombre, interrumpió la clase y me llamó aparte para narrar lo sucedido. Recuerdo que tenía un libro en la mano y lo dejé caer al suelo. Todos en la clase notaron que algo pasaba. No tuve la suficiente agilidad mental (no quise tenerla) como para pensar encorrer hasta mi casa y verificar lo que había ocurrido. Mirando fijamente al director, clavando mis ojos en los suyos, recogí el libro del suelo y acto seguido me senté en el escritorio y proseguí con la clase. Era como si de algún modo ya conociera, con cada detalle, los hechos de la muerte de mi hija. Lo tenía todo en la cabeza, como una memoria mía. Luego de terminar fui por un helado y me locomí, en uno de los bancos, frente al parque.
Ese mismo día en la mañana, María, me pidió con su voz, todavía balbuceante, que la llevara a jugar con los niños, dijo que quería un helado —Así de grandotote, papá— de vainilla con chocolate. La miré a la cara y le dije: “hoy no puedo” pero seguro, cuando viniera del trabajo, le traería el helado más grande que vendieran en la ciudad, uno con laschispas de chocolates gigantescas. Hizo un mohín con los labios y me abrazó. Luego pronunció unas palabras en mi oído, casi como secreteándolas. Dijo, así de suave: “Te quiero… pero no olvides el helado”. Acompañaba cada palabra con una mirada de esos ojos grandes.
Antes de irme le pedí a Emma que por favor llevara a la niña al parque, que si no estaba ocupada podría hacerlo y yo estaría muy...