Libros Cronicas

DIARIO DE STEFAN
L. J. Smith

Traducción de Gemma Gallart

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Prólogo

Lo llaman la hora embrujada, ese momento en mitad de la noche en el que ningún humano está despierto, en el que criaturas de la noche pueden oírlos respirar, oler su sangre, contemplar lo que sueñan. Es el momento en que el mundo es nuestro, en el que podemos cazar, matar, proteger. Es el momento en el que estoy másansioso por alimentarme. Pero debo contenerme, porque al contenerme, al cazar sólo aquellos animales cuya sangre jamás la acelera el deseo, cuyos corazones no martillean jubilosos, cuyos anhelos no les hacen soñar, puedo con­ trolar mi destino. Puedo guardarme del lado oscuro. Puedo contro­ lar mi Poder. En consecuencia, en una noche en la que puedo oler sangre por todas partes a mi alrededor, enla que sé que en un instante podría conectar con el Poder al que llevo tanto tiempo resistiéndome y resistiré toda la eternidad, necesito escribir. Al escribir mi historia, al ver diferentes escenas y años conectar entre sí, como eslabones en una cadena eterna, puedo permanecer conectado a lo que era cuando era un humano y la única sangre que jamás oí agolpándo­ seme en los oídos y sentí palpitaren mi corazón era la mía propia...

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El día que mi vida cambió, empezó como cualquier otro. Era una calurosa tarde de agosto de 1864, y el tiempo era tan sofocante que incluso las moscas dejaron de pulular alrededor del establo. Los hijos de los criados, que por lo general llevaban a cabo juegos alocados y chillaban como posesos mientras iban de un quehacer a otro, estaban callados. Elaire estaba inmóvil, como manteniéndose a distancia en una muy esperada tormen­ ta eléctrica. Había planeado pasar unas pocas horas cabalgan­ do con mi caballo, Mezzanotte, en el fresco bosque del límite de la hacienda Veritas: el hogar familiar. Había metido un libro en mi morral y mi propósito era simplemente escapar. Era lo que había estado haciendo la mayor parte de los días ese verano. Teníadiecisiete años y un espíritu inquieto, y no sentía inclinación ni por tomar parte en la guerra junto a mi her­ mano ni por dejar que mi padre me enseñara a administrar la hacienda. Cada tarde tenía la misma esperanza: que varias horas de soledad me ayudarían a dilucidar quién era y en qué quería convertirme. Mi estancia en la Academia para Muchachos había finalizado aquella primavera, y mi padreme había hecho poster­ gar la matriculación en la Universidad de Virginia hasta que 9

hubiese finalizado la contienda. Desde entonces, había estado curiosamente atascado en un estado intermedio. Ya no era un muchacho, pero no era un hombre del todo, y me dominaba una indecisión total sobre qué hacer conmigo mismo. Lo peor era que no tenía a nadie con quien hablar. Damon, mi hermano, estabacon el ejército del general Groom en Atlan­ ta; la mayoría de mis amigos de la infancia estaban o bien a punto de comprometerse en matrimonio o, también ellos, en lejanos campos de batalla, y mi padre se hallaba siempre en su estudio. —¡Va a ser un día de calor! —gritó a voz en cuello Robert, nuestro capataz, desde el extremo del establo, donde observa­ ba a dos mozos de cuadra que intentabanponerle la brida a uno de los caballos que mi padre había adquirido en una su­ basta la semana anterior. —Ajá —gruñí. Ése era otro problema: si bien ansiaba tener a alguien con quien hablar, cuando se me ofrecía un compañero de conversa­ ción, jamás estaba contento. Lo que deseaba con desesperación era conocer a alguien que pudiera comprenderme, que pudiera hablar de cosas reales como libros y la vida,no tan sólo del tiempo. Robert era muy amable y uno de los consejeros en los que más confiaba mi padre, pero era tan vocinglero y descara­ do que incluso una conversación de diez minutos podía dejar­ me agotado. —¿Has oído lo último? —preguntó, abandonando el caba­ llo para andar hacia mí. Lancé un gemido en mi fuero interno, y negué con la cabeza. —No he estado leyendo periódicos. ¿Qué hace...