Sleepy hollow
mingos cuando asistían a los servicios religiosos, y como la sala de justicia, por severa que fuese, reflejaba para ellos la dignidad de sus templos, se comportaban con la misma solemnidad que cuando estaban en la iglesia. La sala de justicia, presidida por el juez Llewellyn Fielding, se hallaba en el extremo de un húmedo corredor con corrientes de aire, en la tercera planta delpalacio de justicia del condado isleño; era una sala pequeña y estaba deteriorada, una habitación sencilla y de tonalidad grisácea, con la galería estrecha, el asiento del juez, el estrado de los testigos, una plataforma de madera contrachapada para el jurado y mesas llenas de rasguños para el acusado y el fiscal. Los jurados, sus caras intencionadamente impasibles, estaban allí sentados y seesforzaban por comprender cuanto se decía. Los hombres (dos granjeros, un contable, dos carpinteros, uno de ellos de ribera, un tendero y un marinero de goleta dedicada a la pesca del fletán) vestían todos chaqueta y corbata. En cuanto a las mujeres, todas iban ataviadas como los domingos: una camarera retirada, la secretaria de un aserradero, las mujeres de dos pescadores, visiblemente nerviosas. Unapeluquera las acompañaba como jurado suplente. A petición del juez Fielding, el alguacil, Ed Soames, había subido la potencia de los perezosos radiadores de vapor, los cuales suspiraban de vez en cuando en los cuatro rincones de la sala. Con el calor que producían (un bochorno húmedo y despótico) el olor a moho agrio parecía alzarse de todas las cosas.
Aquella mañana se veía caer la nieve al otrolado de las ventanas de la sala, unas ventanas estrechas y rematadas en arco, de metro veinte de altura y con cristales emplomados que filtraban gran parte de la débil luz decembrina. La brisa marina lanzaba la nieve contra los cristales, donde se fundía y resbalaban hacia los marcos. Más allá de la sala de justicia, el pueblo de Puerto Amity se extendía a lo largo de la costa isleña. Unas pocasmansiones victorianas, decrépitas y azotadas por el viento, restos de una era perdida de optimismo marinero, se alzaban en la nieve sobre las dispersas colinas en las que se asentaba la población. Más allá de aquellas mansiones, los cedros entretejían una empinada alfombra de verdor inmóvil. La nieve difuminaba los contornos de aquellas colinas llenas de cedros. La brisa marina dirigía los copos...
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