todos los hombres son iguales
Durante mucho tiempo, todos los domingos, comí en su casa, pero la vida, que nos aparta de nuestros hermanos de sangre y de elección, rompió ese rito. No sé cuántas veces determiné reanudarlo el próximo domingo; otras tantas olvidé o diferí el propósito. Luego Verónica se casó; se rodeó de hijos y de hijas; fue feliz. Alguna tarde vi la familia de paseo en Palermo en un largoautomóvil, un Minerva, que ya entonces tenía algo de anticuado. Aunque no la olvidé, debí de pensar que mi amiga me necesitaba menos que antes. Su marido, un tal Navarro, era lo que se llama un caballero culto; en círculos refinados y prominentes de la sociedad lo reputaban escritor, en mérito, sin duda, a que poseía una notable biblioteca, cuyo catálogo, impreso por Colombo, él había redactadopersonalmente. En dos o tres oportunidades los visité en la casa de la calle Arcos, frente a la plaza Alberti; nunca dejó el hombre de poner en mis manos por unos instantes, como quien ofrece una caja de bombones, alguna edición de lujo de Las flores del mal, de Afrodita o de Las canciones de Bilitis, envuelta en papel de seda y con ilustraciones en color. Me he preguntado con frecuencia si el arbitrarioencono que yo sentía contra Navarro no provenía de que él descontaba mi admiración por esos volúmenes. La verdad era otra: yo lo hallaba (como, por lo demás, al resto del mundo) indigno de su mujer.
En Montevideo, donde me habían llevado asuntos de familia, me enteré del accidente en que murió el pobre Navarro. Creo que mandé un telegrama de pésame. En todo caso, resolví que ni bien llegara aBuenos Aires visitaría a Verónica. Recuerdo que una noche, en el hotel Alhambra, pensé –porque la distancia y la noche imitan la locura– que yo debía consolarla, que obstinarme en tratarla como hermana tenía algo de estupidez y que para ciertas penas el único remedio era el amor. Una fotografía de Verónica, tomada años atrás, que siempre llevo entre mis documentos, afloró por unos días a la mesa deluz. Cuando volví a Buenos Aires olvidé mis intenciones. Meses después alguien me habló de lo dolorosa que la muerte del marido fue para Verónica. Al entrar en casa, esa misma tarde, la llamé por teléfono.
–¿Me permites comer contigo? –pregunté.
–Salgo a buscarte –contestó.
La espere junto a la ventana. Al ver el Minerva recordé los paseos de otros tiempos, cuando el coche repleto parecía unsímbolo de que no cabía nadie más en la vida de Verónica.
Durante el trayecto la miré embelesado: era notable la gracia con que manejaba el carromato. Reflexioné: «Con igual gracia lleva su dolor. Lo adivino, es imposible dudar de que está ahí, pero Verónica no me agobia con él; jamás pide nada; siempre da.»
Comimos agradablemente, mirando la plaza. Servía la mesa una muchacha rubia, una suerte...
Regístrate para leer el documento completo.