Trabajo.

Puebla de los Ángeles; un jueves, un día normal y cotidiano. Gente en un eterno vaivén. No se conocen, no se miran pero los nativos saben distinguir a los que noforman parte de su escenario cotidiano. No hay siquiera un gesto cordial, mucho menos para los turistas que son vistos como invasores que agreden, sin querer, lamoral pública con comportamientos que en sus lugares de origen son visto sin mayor extrañeza. En México, los ajenos pueden reconocerse porque caminan en grandes gruposataviados, generalmente, los hombres, con bermudas y las mujeres con gafas de sol. Casi siempre con una cámara tomando fotos de todo lo que pueden, porquedesconocen cuándo regresarán y es preciso conservar el recuerdo de lo que es sorprendente, porque no está presente en su entorno natural. La gente los mira, porque aunquesean del mismo país, pueden distinguirse peculiaridades en la forma de vestir y en sus características físicas. Me sentí juzgada por los poblanos, como yo misma lohe hecho con los gringos que caminan por el centro de la Ciudad de México.
La mirada de alguien dice más que mil palabras, bien dicen que los ojos son la ventanadel alma. La gente entra a los locales y es atendida con cordialidad, pues el trato y la sonrisa son las herramientas que casi siempre logran concretar una vente. Lostranseúntes miran a los extraños recorriendo con los ojos su cuerpo de arriba abajo. Hacían ese gesto que se forma cuando la cara se pone un poco tiesa porque seestira de los extremos superior e inferior, arqueando las cejas y haciendo la boca un poco al costado.
En Puebla, la gente se viste diferente, se nota distinta.