Varios
Walter Benjamin
La niebla que cubre los comienzos de la fotografía no es ni mucho menos tan espesa como la
que se cierne sobre los de la imprenta; resultó más perceptible que había llegado la hora de
inventar la primera y así lo presintieron varios hombres que, independientemente unos de otros, perseguían la misma finalidad: fijar en la «camera obscura» imágenes conocidas por lo
menos desde Leonardo. Cuando tras aproximadamente cinco años de esfuerzos Niepce y
Daguerre lo lograron a un mismo tiempo, el Estado, al socaire de las dificultades de
patentización legal con las que tropezaron los inventores, se apoderó del invento e hizo de él,
previa indemnización, algo público. Se daban así las condiciones de un desarrollo
progresivamente acelerado que excluyó por mucho tiempo toda consideración retrospectiva.
Por eso ocurre que durante decenios no se ha prestado atención alguna a las cuestiones
históricas o, si se quiere, filosóficas que plantean el auge y la decadencia de la fotografía. Y si
empiezan hoy a penetrar en la consciencia, hay desde luego para ello una buena razón. Los
estudios más recientes se ciñen al hecho sorprendente de que el esplendor de la fotografía —
la actividad de los Hill y los Cameron, de los Hugo y los Nadar— coincida con su primer
decenio. Y este decenio es precisamente el que precedió a su industrialización. No es que en esta época temprana dejase de haber charlatanes y mercachifles que acaparasen, por afán de
lucro, la nueva técnica; lo hicieron incluso masivamente. Pero esto es algo que se acerca, más
que a la industria, a las artes de feria, en las cuales por cierto se ha encontrado hasta hoy la
fotografía como en su casa. La industria conquistó por primera vez terreno con las tarjetas de
visita con retrato, cuyo primer productor se hizo, cosa sintomática, millonario. No sería
extraño que las prácticas fotográficas, que comienzan hoy a dirigir retrospectivamente la
mirada a aquel floreciente período preindustrial, estuviesen en relación soterrada con las
conmociones de la industria capitalista. Nada es más fácil, sin embargo, que utilizar el
encanto de las imágenes que tenemos a mano en las recientes y bellas publicaciones de
fotografía antigua para hacer realmente calas en su esencia. Las tentativas de dominar
teóricamente el asunto son sobremanera rudimentarias. En el siglo pasado hubo muchos
debates al respecto, pero ninguno de ellos se liberó en el fondo del esquema bufo con el que
un periodicucho chauvinista, Der Leipziger Stadtanzeiger, creía tener que enfrentarse
oportunamente al diabólico arte francés. «Querer fijar fugaces espejismos, no es sólo una cosa
imposible, tal y como ha quedado probado tras una investigación alemana concienzuda, sino
que desearlo meramente es ya una blasfemia. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y ninguna máquina humana puede fijar la imagen divina. A lo sumo podrá el artista
divino, entusiasmado por una inspiración celestial, atreverse a reproducir, en un instante de
bendición suprema, bajo el alto mandato de su genio, sin ayuda dc maquinaria alguna, los
rasgos humano‐divinos. Se expresa aquí con toda su pesadez y tosquedad ese concepto filisteo del arte, al que toda ponderación técnica es ajena, y que siente que le llega su término
al aparecer provocativamente la técnica nueva. No obstante, los teóricos de la fotografía
procuraron casi a lo largo de un siglo carear‐se, sin llegar desde luego al más mínimo
resultado, con este concepto fetichista del arte, concepto radicalmente antitécnico. Ya que no ...
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