Vivir para contarla
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Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa. Había llegado esa mañana desde el pueblodistante donde vivía la familia, y no tenía la menor idea de dónde encontrarme. Preguntando, le indicaron que me buscara en la Librería Mundo, donde yo iba todos los días a la una y a las seis de la tardea conversar con mis amigos escritores. El que se lo dijo le advirtió: “Vaya con cuidado porque son locos de amarrar''. Llegó a las doce en punto. Se me plantó enfrente, mirándome a los ojos con lasonrisa de picardía de sus días mejores, y antes que yo pudiera reaccionar, me dijo:
-Soy tu madre y vengo a pedirte el favor de que me acompañes a vender la casa.
Algo había cambiado en ella que meimpidió reconocerla a primera vista. Tenía cuarenta y cinco años, y no nos veíamos desde hacía cuatro. Sumando sus once partos, había pasado casi diez años encinta, y por lo menos otros tantosamamantando a sus hijos.
No tuvo que decirme cuál, ni dónde, porque para nosotros sólo existía una en el mundo: la vieja casa de los abuelos en Aracataca, donde tuve la buena suerte de nacer y de donde salípara no volver poco antes de cumplir los ocho años.
Yo acababa de abandonar la Facultad de Derecho al cabo de seis semestres, dedicados por completo a leer y recitar de memoria poesía. Habíapublicado cuatro relatos en suplementos de periódicos, que merecieron el entusiasmo de mis amigos y la atención de algunos críticos. Iba a cumplir veintitrés el mes siguiente, no había realizado el serviciomilitar, y me fumaba cada día sesenta cigarrillos de tabaco bárbaro. Sobreviviendo a cuerpo de rey con lo que me pagaban por mis primeras notas de prensa, que era casi menos que nada, y dormía lo mejoracompañado posible donde me sorprendiera la noche. De modo que cuando mi madre me pidió que fuera con ella a vender la casa no tuve ningún estorbo para decirle que sí. Ella me planteó que no tenía...
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