ensayo
acompañadita, claro está, por la inevitable Old Glory
, mejor conocida en estos lares criollos
comola pecosa. Supongo que fueron los independentistas los que, en justa revancha por su
presencia non grata, le endilgaron tan infamante apodo a la bandera americana.
Ese también fue el añode mi ingreso a la esc
uela. Como muchos matrimonios procedentes de “la
isla” y recién agregados, con mucho esfuerzo, a la incipiente clase media urbana de Santurce,
mis padres hicieronmil malabarismos económicos para mandar a sus hijas a un colegio católico
de monjas U.S. numb
er one. No se trataba tanto de evangelizamos en la fe del Cardenal Aponte
—
mi padre eramasón y decididamente anticlerical
—
como de poner en el buen camino de la
promoción social vía el aprendizaje religioso del inglés. Así pues, un buen día me encontré, m
ás
pasmada quetriste, sentadita en un salón de clases con mi uniforme verde trébol, mi blusita
blanca y mis recién brilladitos zapatitos marrón.
Las monjas, que eran en su mayoría de origen irlandés,se tiraron de pecho ingrata tarea de
convertimos en bu
enos americanitos. Cada mañana cantábaamos el oseicanyusí y jurábamos la
bandera gringa con todo y mano en el pecho. El inglés era,por supuesto, la lengua de estudios en
todas las clases menos la de español. Hasta para ir al baño había que pedir permiso e
n inglés.
Muchos fuimos los que tuvimos que mojar el pupitrepor no atrevernos a formular o pronunciar
goletamente el complicado santo y seña del acceso a los meatorios. No resulta entonces
sorprendente que desde los cinco añitos comenzara paranosotros, l
os niños mimados del ELA,
una conflictiva y apasionada love/hate relationship con el idioma que nuestro pueblo, entre
temeroso y reverente, ha apellidado “el difícil’.
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