Johan Y Sara
Mientras estamos en la sala de espera algo me empieza a parecer extraño. Al principio son tres, y no lo noto. Después son siete y empiezo a registrarlas; se unen otrascuatro y cierro el libro. Mientras lo guardo en el maletín, las 11 se han convertido en 15. Se acercan otras siete. Estoy hablando de sillas de ruedas y todas vienen vacías, un rebaño de sillas de ruedasarrastradas por personal del aeropuerto o de la aerolínea. Cuando las sillas de ruedas llegan a 22, de la sala de espera se empiezan a levantar señoras maduras, digamos de mi edad o poco más, que sevan acomodando en las sillas de ruedas. No son todavía personas de esas que ahora llaman ‘adultos mayores’. No son viejas: están como yo, en la vejez de la madurez o en la juventud de la vejez.
Lleganmás sillas de ruedas y tienen que acomodarlas en perfecto orden para que no ocupen todo el espacio de la sala. Otras matronas se levantan de sus sillas normales y caminan hasta ocupar muy orondas lassillas de ruedas. Si el pasaporte se les cae en el camino se agachan como si nada a recogerlo del suelo. Ya quisiera yo ser tan flexible.
La curiosidad me mata así que me levanto y me dirijo a unempleado de la aerolínea para saber qué es lo que está pasando. Le pregunto si en Los Ángeles hay unas olimpíadas de discapacitadas o una convención de tullidas o qué. “No, mire”, me dice, “es por elDía de la Madre”. “¿Y eso?”, le pregunto. “Bueno, los hijos mandan por ellas y les recomiendan que se declaren inválidas, para que las ayuden a salir en carritos y las hagan pasar por filaspreferenciales”. La boca se me abre y se me olvida cerrarla.
Se acerca un gringo viejo, pero viejo de verdad, muy maltrecho, lento como un caracol, y pienso que también él ocupará su silla de ruedas. Pero no,sigue andando hacia el avión con su bastón y su paso arrastrado. Las inválidas también empiezan a entrar a la aeronave, empujadas por diligentes azafatas. Me acerco a una de las impedidas. “Señora,...
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