Los hornos de hitler olga lengyel
Olga Lengyel
CAPÍTULO I
8 Caballos... o 96 Hombres, Mujeres y Niños
¡Mea culpa, fue por culpa mía, mea máxima culpa! No puedo acallar mi remordimiento por ser, en parte, responsable de la muerte de mis padres y de mis dos hijos. El mundo com¬prende que no tenía por qué saberlo, pero en el fondo de mi corazón persiste el sentimiento terrible de que pudiera haberlossalvado, de que acaso me hubiese sido posible.
Corría el año 1944, casi cinco después de que Hitler in¬vadió Polonia. La Gestapo lo gobernaba todo, y Alemania se estaba refocilando con el botín del continente, porque dos ter¬cios de Europa habían quedado bajo las garras del Tercer Reich. Vivíamos en Cluj , ciudad de 100,000 habitantes, que era la ca¬pital de Transilvania. Había pertenecido antes aRumania, pero el Laudo de Viena, de 1940, la había anexado a Hungría, otra de las naciones satélites del Nuevo Orden. Los alemanes eran los amos, y aunque apenas era posible abrigar esperanza ninguna, no sentíamos, si no rezábamos porque el día de la justicia no se retrasase. Entre tanto, procurábamos apaciguar nuestros temores y seguir realizando nuestros quehaceres dia¬rios, evitando, en loposible, todo contacto con ellos. Sabíamos que estábamos a merced de hombres sin entrañas —y de mu¬jeres también, como más tarde pudimos comprobar—, pero nadie logró convencernos entonces del grado auténtico de cruel¬dad a que eran capaces de llegar.
Mi marido, Miklos Lengyel, era director de su propio hos¬pital, el "Sanatorio del Doctor Lengyel", moderno estableci¬miento de dos pisos y setenta camas,que habíamos construido en 1938. Cursó sus estudios en Berlín, donde consagró mucho tiempo a las clínicas de caridad. Ahora se había especializado en cirugía general y ginecología. Todo el mundo lo respetaba por su extraordinario talento y consagración a la ciencia. No era hombre político, aunque comprendía plenamente que es¬tábamos en el centro de un verdadero maelstrom y en peligro constante.No tenía tiempo para dedicarse a otras ocupaciones. Con frecuencia veía a 120 pacientes en un solo día y se dedi¬caba a la cirugía hasta bien entrada la noche. Pero Cluj era una comunidad dinámica y progresiva, y nos sentíamos orgu¬llosos de representar a uno de sus principales hospitales.
Yo también estaba consagrada a la medicina. Había estudiado en la Universidad de Cluj y me consideraba conméritos para ser la primera asistente quirúrgica de mi marido. La ver¬dad era que yo había contribuido a terminar el nuevo hospital, poniendo en su decoración todo el cariño que siente la mujer por el color; y así había alegrado las instalaciones en la ma¬nera más avanzada.
Pero, aunque tenía una carrera, me sentía más orgullosa todavía de mi pequeña familia, integrada por dos hijos, Thomas y Arved.Nadie, pensaba yo, podía ser más feliz que nosotros. En nuestro hogar residían mis padres y también mi padrino, el Profesor Elfer Aladar, famoso internista, dedicado al estudio e investigación del cáncer.
Los primeros años de la guerra habían sido relativamente tranquilos para nosotros, aunque oíamos con temor los relatos interminables de los triunfos de la Reichswehr. A medida que asolaban másy más territorios, iban disminuyendo los médicos y, especialmente, los cirujanos capaces de servir a la población civil. Mi marido, aunque prudente y bastante circunspecto, no hacía gran esfuerzo por ocultar ni disimular sus esperanzas de que la causa de la Humanidad no podría perderse del todo. Naturalmente, sólo hablaba con libertad a las personas de su confianza, pero había almas sobornables entodos los círculos y nunca podía saberse quién iba a ser el próximo "espía". Sin embargo, las autoridades de Cluj lo dejaron en paz.
Ya en el invierno de 1939, observamos un indicio de lo que estaba ocurriendo en los territorios ocupados por los nazis, por entonces, brindamos refugio a numerosos fugitivos polacos, que se habían escapado de sus hogares después de haberse rendido los ejércitos...
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