panaderia
PRÓLOGO
La niña había sido una de las últimas víctimas de la epidemia.
La habían dejado en un camastro que se encontraba al fondo de la enfermería, al lado de una
de las ventanas que daban sobre los descuidados jardines. Era una habitación pequeña y mal
ventilada, sin más muebles que las estructuras de hierro que sostenían el agonizante peso de
los enfermos, unos cuantosarmarios adosados a la pared, con las medicinas y los rollos de
vendas que los médicos pedían a cada momento, y una silla de tres patas en la que
permanecía sentada una enfermera. El altísimo techo de la estancia se encontraba saturado de
manchas de humedad, como si llorara cada una de las muertes que se habían producido entre
sus paredes. Y habían sido demasiadas muertes en las últimassemanas.
Lo único que se escuchaba era el canto de las cigarras a través de los cristales. No se veía a
nadie más en la habitación; los empleados de la morgue se habían llevado hacía tiempo a los
últimos cadáveres y no quedaba más que hacerse cargo de la niña. Desde su cochambrosa silla,
Carla Federici, la enfermera, no podía dejar de mirar con aprensión la pequeña silueta cubierta
por lasábana. Los pliegues se amoldaban perfectamente a las formas de su cuerpecillo y
delineaban la curvatura de su pequeña nariz y los pies desnudos que sobresalían por debajo de
la tela. Si no vienen a llevársela de una vez me volveré loca, pensó mientras daba vueltas
nerviosamente entre sus delgados dedos al rosario que sostenía sobre su uniforme, de un
blanco inmaculado. ¡Necesito salir de esteinfierno!
Nadie comprendía por qué la epidemia de cólera más devastadora de la centuria tenía que
haberse dado en una ciudad costera tan tranquila como Civitavecchia. No se sabía de dónde
habían venido los primeros afectados, ni por qué la peste se había propagado con una rapidez
que había dejado sin palabras a la totalidad de los rotativos italianos. En aquel verano de 1891
habían muerto máspersonas en la localidad que en un año entero, y las cifras no hacían más
que aumentar. Las casas de curación no conseguían contener a más enfermos, y lo mismo
sucedía con los dos hospitales y hasta con el orfanato, que se había quedado en unos días sin
las tres cuartas partes de su alumnado. La agobiante ola de calor no hacía más que empeorar
las cosas, si es que realmente podían ir a peor. Casitodos los supervivientes habían preferido
marcharse de Civitavecchia antes que seguir los pasos de sus familiares muertos, y nadie en su
sano juicio se atrevería a echárselo en cara. La misma Carla Federici había tenido que
despedirse dos semanas antes de Laura y Cristina, sus hijas de seis y ocho años,
respectivamente, después de que decidiera enviarlas a la casa de campo que tenía una desus
tías a las afueras de Cerveteri. Ahora no dejaba de contar las horas que faltaban para
estrecharlas de nuevo entre sus amorosos brazos. Por lo menos le quedaba el consuelo de que
no habían acabado como la niña que descansaba para siempre debajo de la sábana. La mala
suerte no podía ensañarse más con ella, pensó mientras pasaba una a una las cuentas de su
rosario. La muerte de su maridoaún pesaba como una losa sobre su espíritu. Si su Domenico
siguiera con vida, Carla no tendría que haber aceptado un empleo que la ponía todos los días
al borde del sepulcro. Si hubiera...
Algo rompió de repente el hilo de sus pensamientos. Al levantar la cabeza reparó en una
sombra que acababa de recortarse sobre la puerta que conectaba la enfermería con las demás
alas del hospital. No pudoreprimir un suspiro de alivio mientras se ponía en pie. Debía de ser
el empleado de la morgue que había acudido a llevarse a la niña. Le resultó un poco raro
encontrarse con alguien tan vivo en medio de tanta muerte. El hombre no era demasiado alto,
pero tenía un pecho robusto y una cara amable que a duras penas se podía distinguir debajo
de su poblada barba, veteada por unas cuantas canas...
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