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Fea ironía, entonces, que el cine sobre poesía y poetas sea, en su mayoría, un desastre. Y es que a los problemas del género biográfico se suma lacomplicación de que un artista de la palabra crea su legado al mundo enconchado sobre una mesa y contemplando un papel. La imagen de alguien garabateando hojas no aguanta demasiadas vistas. Si se suma lapretensión de explicar la dichosa obra, la película se hace verbosa. Si la obra es, encima, poética, se hace verbosa e incomprensible. Suelen quedar melodramas poblados de personajes “de época”, donde lahisteria del protagonista es sinónimo de genio, y que dejan al espectador preguntándose qué parte de esa vida extraña tiene que ver con él.
La película El amor de mi vida, de la neozelandesa JaneCampion, es la excepción a la regla. Su mirada a los últimos años de la vida de John Keats evita el regodeo en la tragedia que, dados los hechos reales, parecería una opción natural. Sumido desde niñoen la pobreza, creyéndose toda su vida un poeta fracasado, y muerto a los veinticinco años de una tuberculosis que arrasó con su familia, Keats llena los zapatos de un estereotipo hecho para el cine.Pero al ser Campion la narradora detrás de la historia, difícilmente los reflectores estarían puestos solamente en este personaje. El amor de mi vida rescata a la musa de sus últimos años, FannyBrawne, a quien Keats dedicó el soneto “Bright Star” (el título original de la cinta, masacrado en la “traducción”). Para fines de la historia de Campion, Brawne es un personaje a la altura de Keats. Tejiócon el poeta un vínculo a la vez apasionado y etéreo, que no consumaron por razones concretas –la falta de medios de él, el deterioro de su salud–, porque el amor a punto de hervir era el estado...
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