Eduardo Escobar
A mi asombro, esa era la primera vez que yo veía a alguien de su carácter, profesionalismo y
fama por algo importante. Mi asombro fue grande, ya que ví lo que un hombre de letras
verdaderamente es.
Vaya señor para hablar, fue de gran extrañez escuchar sus palabras que embellecen el
español mientras que para mis adentros pensaba “este viejo güevón ha leído muchos libros”.
Me decepcioné de mí mismo.
También pensaba “Espero que cuando sea así de viejo, tan viejo que se cumpla un
centenario del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, yo pueda hablarle así, en el peor de
los casos, a mis nietos”.
Este señor se nota que ha recogido café, que ha tomado aguardiente, que ha fumado
marihuana, que ha hecho tantas cosas que la sociedad llaman malas, pero que a fin de caso,
hacen simplemente parte de aquello que se llama vivir.
Que se le note todo eso, se da por sus manos cansadas, por su presencia carismática y su
manera de ver la vida. Todo sin preocupaciones, uniéndose a aquello que la gente cuando
está vieja llama “una vida bien vivida”.
Saliendonos un poco de lo que significa ver a ese señor, tengo que pasar al análisis de
dónde lo ví. Y tengo que admitir, que antes de ese martes, no tenía la más remota idea de
quién era Eduardo Escobar. Me jacté de buen lector porque mi abuela me contaba de Verne,
mi papá de Antoine de SaintExupéry, y porque leí por lo menos cuatro veces Cien Años de
Soledad, qué grave error, pero qué gran inocencia.
Aparte de no saber quién era este señor, no tenía la más remota idea de que lo iba a ir a ver,
bien se hubiera enfriado el infierno, si cosa tal existiese, antes de que yo lo pudiera ver. Para
mí no era más que un martes normal, se me había olvidado la tarea de fotografía, iba tarde, y
pensaba que el viernes había sido no hace más de cinco minutos, en resumen, un martes
normal.
Después de que el profesor, junto con su aire bohemio y su acento confuso nos invitó a ir a
una librería, yo seguía sin saber por qué, ya que iba tarde, sin embargo, fui. Al llegar me doy cuenta que ese olor a libro nuevo, lo transporta a uno, no sé si es la mística de los libros en
sí, o si por otro lado, es simplemente el recuerdo de mi corazón de días más simples, cuando
andaba rodeado de libros.
Al entrar veo que hay gente reunida, de varias edades, unos que iban obligados y no querían
estar ahí, otros que estaban por su compromiso con las letras, y finalmente los que estaban
por puro amor al escritor del sombrero.
Pues resulta que este señor no estaba ahí por otro motivo aparte que sí mismo, estaba
participando de un conversatorio de poesía y nadaísmo (entre una cosa y otra me acordé que
no sé qué es el Nadaísmo y mi profesor se va a enojar). Mientras veía a Eduardo hablando de autores, filósofos y otras personas estudiosas de los artes y las buenas maneras, me puse
a pensar, “mierda, no sé quiénes son todos esos tipos, tengo el cerebro educado a punta de
reggaeton, como dijo Andrés López”.
Mientras Eduardo seguía hablándonos de sus experiencias, criticaba a unos, y adulaba a
otros, de la nada empezó a surgir un olor que rara vez combiné con los libros, el olor a vino.
Eso me hizo pensar que o soy muy inculto, o esos lujos son solo de viejas costumbres, de
otro tipo de personas, a mis adentros escuchaba a Jorge Gonzalez diciéndome: “Maldito
Sudaca”.
Eduardo siguió hablándonos de varias obras colombianas, hasta que en un momento se
decidió a ...
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