El museo de los esfuerzos inútiles
—¿Qué año quiere? —me pregunta muyatentamente. —El catálogo de mil novecientos veintidós —le contesto, por ejemplo.
Al rato ella aparece con un grueso libro forrado en piel color morado y lo deposita sobre la mesa, frente a mi silla. Es muy amable, y si le parece que la luz que entra por la ventana es escasa, ella misma enciende la lámpara de bronce con tulipán verde y la acomoda de modo que la claridad se dirija sobre las páginas dellibro. A veces, al devolver el catálogo, le hago algún comentario breve. Le digo, por ejemplo:
—El año mil novecientos veintidós fue un año muy intenso. Mucha gente estaba empeñada en esfuerzos inútiles. ¿Cuántos tomos hay?
—Catorce —me contesta ella muy profesionalmente.
Y yo observo alguno de los esfuerzos inútiles de ese año, miro niños que intentan volar, hombres empeñados en hacerriqueza, complicados mecanismos que nunca llegaron a funcionar, y numerosas parejas.
—El año mil novecientos setenta y cinco fue mucho más rico —me dice con un poco de tristeza—. Aún no hemos registrado todos los ingresos.
—Los clasificadores tendrán mucho trabajo —reflexiono en voz alta.
—Oh, sí —responde ella—. Recién están en la letra C y ya hay varios tomos publicados. Sin contar los repetidos.Es muy curioso que los esfuerzos inútiles se repitan, pero en el catálogo no se los incluye: ocuparían mucho espacio. Un hombre intentó volar siete veces, provisto de diferentes aparatos; algunas prostitutas quisieron encontrar otro empleo; una mujer quería pintar un cuadro; alguien procuraba perder el miedo; casi todos intentaban ser inmortales o vivían como si lo fueran.
La empleada aseguraque sólo una ínfima parte de los esfuerzos inútiles consigue llegar al museo. En primer lugar, porque la administración pública carece de dinero y prácticamente no se pueden realizar compras, o canjes, ni difundir la obra del museo en el interior y en el exterior; en segundo lugar, porque la exorbitante cantidad de esfuerzos inútiles que se realizan continuamente exigiría que mucha gentetrabajara, sin esperar recompensa ni comprensión pública. A veces, desesperando de la ayuda oficial, se ha apelado a la iniciativa privada, pero los resultados han sido escasos y desalentadores. Virginia —así se llama la gentil empleada del museo que suele conversar conmigo— asegura que las fuentes particulares a las cuales se recurrió se mostraron siempre muy exigentes y poco comprensivas, falseando elsentido del museo.
El edificio se levanta en la periferia de la ciudad, en un campo baldío, lleno de gatos y de desperdicios, donde todavía se pueden encontrar, sólo un poco más abajo de la superficie del terreno, balas de cañón de una antigua guerra, pomos de espadas enmohecidos, quijadas de burro carcomidas por el tiempo.
—¿Tiene un cigarrillo? —me pregunta Virginia con un gesto que no puededisimular la ansiedad.
Busco en mis bolsillos. Encuentro una llave vieja, algo mellada; la punta de un destornillador roto, el billete de regreso del autobús, un botón de mi camisa, algunos níqueles y, por fin, dos cigarrillos estrujados. Fuma disimuladamente, escondida entre los gruesos volúmenes de lomos desconchados, el marcador del tiempo que contra la pared siempre indica una hora falsa,...
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