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Páginas: 8 (1860 palabras) Publicado: 29 de mayo de 2014
CAPÍTULO XIII.
COMO INICIÉ MI AVENTURA POR TIERRA
Cuando, a la mañana siguiente, subí a cubierta, la isla había cambiado totalmente de aspecto. Aunque el viento ya había amainado, avanzamos una buena distancia por la noche y nos encontrábamos entonces al pairo a una media milla hacia el sudeste de la costa oriental. Una gran extensión de la isla aparecía cubierta de bosques de color grisáceo.Este monótono tinte lo rompían, en las tierras más bajas, estrechas franjas de amarillenta arena y una serie de crecidos árboles pertenecientes a la familia del pino que, aislados o en grupo, se destacaban del resto.
No obstante, el colorido era en conjunto triste y uniforme. Los montículos se elevaban por encima de aquella vegetación en espirales de pelada roca. Todos tenían una extrañaconfiguración, y el de El Catalejo, que era la prominencia más alta de la isla, con doscientos o trescientos pies de ventaja sobre las otras alturas, era el de figura más extravagante. Se erizaba abrupto por casi todos lados y luego, bruscamente, quedaba cortado en la cima igual que un pedestal que aguardara a que le pusieran encima la estatua.
La "Hispaniola" se balanceaba sumergiendo los imbornalessegún el grado de fluctuación de las aguas. Las botavaras tiraban de las poleas, el timón daba tumbos y todo el navío rechinaba, protestaba y se estremecía como una fábrica a ritmo acelerado. Tuve que asirme con firmeza a uno de los brandales, y aun así me parecía como si el mundo girara vertiginosamente alrededor de mí. Aunque yo resultaba un buen marinero yendo en ruta, no podía soportar sin marearmeel permanecer como inmovilizado y verme al mismo tiempo sacudido como una botella vacía. Sobre todo si esto sucedía por la mañana, con el estómago vacío.
Quizá fuera este malestar, o acaso el aspecto de la isla con sus bosques grises y melancólicos, sus abruptas crestas roqueñas y la resaca que a la vez podíamos ver y oír, espumeante y tronante sobre la escarpada playa, lo que me produjo un grandesánimo. Y esto a pesar del sol, que relucía cálido y esplendoroso, y de las aves de la costa, que chillaban y volaban a la pesca alrededor de nosotros, y del júbilo, tan natural tras una travesía prolongada. Lo cierto es que desde el momento en que la vi ya sólo la simple idea de la Isla del Tesoro me contrarió.
Por delante teníamos toda una dura jornada de trabajo, ya que no había señalalguna de que fuera a soplar el viento de nuevo. Así, pues, no había más remedio que echar los botes al agua y remolcar la nave tres o cuatro millas adelante, doblando la punta de la isla y remontándonos por el estrecho canal hasta el fondeadero situado tras la Isla del Esqueleto. Como voluntario, ocupé plaza en uno de los botes, aunque sin nada concreto que hacer. No podía soportarse el calorreinante, y los hombres echaban pestes mientras realizaban la labor que les había sido asignada. Anderson era el patrón de mi bote, y en lugar de tranquilizar a sus tripulantes gritaba más que ninguno.
— ¡Bah! —Exclamó, con un reniego—, pronto se acabará esto.
Era mala señal, pues hasta aquel momento los hombres habían cumplido con su deber de manera constante y con voluntad de hacerlo. La arribada a laisla había sido suficiente para que comenzaran a relajarse los vínculos que la disciplina establecía.
Mientras tanto, Long John no se separó del timón, y fue él quien condujo el navío. Conocía aquel estrecho al dedillo, y aun cuando el timonel encontrara en todas partes más fondo que el que señalaba el mapa, ni un instante vaciló Long John.
—El reflujo de la marea ha producido grandes arrastres—dijo—, y el estrecho ha sido excavado, por así decirlo, a golpes de azadón.
Al fin fondeamos en el lugar indicado por el mapa, a un tercio de milla de cada orilla. A un lado quedaba la Isla del Tesoro propiamente dicha; al otro, la del Esqueleto. El fondo era de fina arena. Al echar el ancla se formó una bandada de pájaros que sobrevolaron chillando los bosques cercanos. Pero al minuto...
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