Hola!
En el pique se había paralizado el movimiento. Los tumbadores fumaban silenciosamente entre las
hileras de vagonetas vacías, y el capataz mayor de la mina, unhombrecillo flaco, cuyo rostro rapado, de
pómulos salientes, revelaba firmeza y astucia, aguardaba de pié con su linterna encendida junto al
ascensor inmóvil. En loalto el sol resplandecía en un cielo sin nubes y una brisa ligera que soplaba de la
costa traía en sus ondas invisibles las salobres emanaciones del Océano.
De improvisoel ingeniero apareció en la puerta de entrada y se adelantó haciendo resonar bajo sus
pies las metálicas planchas de la plataforma. Vestía un traje impermeable y llevabaen la diestra una
linterna. Sin dignarse contestar el tímido saludo del capataz penetró en la jaula seguido por su
subordinado y un segundo después desaparecíancalladamente en la oscura sima.
Cuando, dos minutos después, el ascensor se detenía frente a la galería principal, las risotadas, las
voces y los gritos que atronaban aquellaparte de la mina cesaron como por encanto, y un cuchicheo
temeroso brotó de las tinieblas y se propagó rápido bajo la sombría bóveda.
Mister Davis, el ingeniero jefe,un tanto obeso, alto, fuerte, de rubicunda fisonomía en la que el wiskey
había estampado su sello característico, inspiraba a los mineros un temor y respeto casisupersticiosos.
Duro e inflexible, su trato con el obrero desconocía la piedad y en su orgullo de raza consideraba la vida
de aquellos seres como una cosa indigna de laatención de un gentleman que rugía de cólera si su
caballo o su perro eran víctimas de la más mínima omisión en los cuidados que demandaban sus
preciosas existencias.
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