la prision del alcatraaz

UNO

Una tarde tan oscura que parecía de noche. El cielo estaba cargado de nubes negras sobre toda la bahía de San Francisco. También un viento frío se levantaba como un anuncio macabro. Y nos hacía estremecer a los doce visitantes que hacíamos el tour a la Roca, la ex prisión de Alcatraz que había albergado a los criminales más temibles de Estados Unidos.
–Pero fue cerrada en 1963 –dijo elguía que iba delante de nosotros– por problemas de presupuesto. Salía muy caro mantener a tantos delincuentes juntos.
Mi esposa Maggie caminaba lentamente a mi lado y por momentos sentía su cuerpo apretado contra el mío. No sabría decir si era a causa del frío o de ese extraño estremecimiento que nos invadía a todos al estar en un lugar maldito, testigo de crímenes, vejaciones, sangre y humillacionesque durante tantos años habrían padecido todos los delincuentes por igual.
Yo, que venía desde el Perú, sentía la misma opresión de cuando visité por primera vez las catatumbas de la iglesia de San Francisco, en Lima, y luego las catatumbas de la Inquisión al lado del Congreso, donde los curas y sus soldados habían torturado y asesinado a cientos de personas para robarles sus propiedades,acusándolos de brujerías y herejías.
Aquí, dentro de las entrañas de Alcatraz, se respiraba el mismo aire siniestro. Se sentís la sangre flotar en el ambiente.
Debido a la escaza luz de la tarde, se habían encendido las luces de todo el complejo turístico de la isla. Era inevitable dejar que la imaginación nos jugase malas pasadas: en las jaulas donde encerraban a los criminales, parecíamos mirar a losdelincuentes en sus camas, o de pie y con las manos sobre los barrotes, mirando fijamente, como si estuviesen a punto de saltar sobre nuestros cuellos.
Fue entonces cuando Maggie se aferró a mí y me abrazó.
–Tengo miedo, Ricardo. Mejor vámonos.
–Bueno. Salgamos –dije, calmándola.
Y en ese preciso instante las luces se apagaron.
Los turistas más nerviosos lanzaron gritos de terror, que nospusieron la carne de gallina.
Las puertas de fierro de cada una de las celdas parecieron abrirse y cerrarse con un ruido estremecedor. Ahogué un grito y sentí las uñas de Maggie en mi brazo.
Una bandada de sombras cayó sobre nosotros, y mi esposa y yo nos arrojamos al piso y nos cubrimos las orejas, incapaces de soportar el extraño ruido que producían.
Los turistas y guardias corrían de un lugar a otro,y tuve que ponerme de pie nuevamente y guarecerme junto a Maggie al lado de la frían escalera de cemento. Desde allí, inclinados, contemplamos el caos que se había desatado.
En medio de las carreteras, pude distinguir las sombras de los prisioneros. Corrían libremente por el patio de la prisión asustando a los visitantes.
Pero una sombra distinta agazapada en su propia puerta, observabaatentamente, buscaba. Su mirada era cruel y revelaba gran violencia.
Pronto encontró a su presa. Era un joven de unos veinte años que llevaba el pelo teñido de verde y una casaca roja. La delgada sombra se abalanzó sobre el joven y lo arrastró hacia la celda cuyas paredes se descascaraban por el salitre del aire marino.
Tuve que separarme un momento de Maggie, y corrí hacia el centro del patio. Desde ahíme pareció ver que la sombra clavaba sus dientes sobre el cuello del muchacho y le succionaba la sangre. Y vi que la sangre manaba abundantemente, golpeaba las paredes de la celda e inundaba el piso.
Rápidamente volví donde Maggie y la abracé. Tenía la respiración agitada y parecía a punto de llorar.
–Tenemos que salir de aquí –dije, atropelladamente–. Acabo de ver algo espeluznante.
Maggie afirmócon la cabeza.
Nos pusimos de pie.

Dos

Nos habíamos mudado a vivir a Nueva York, en un edificio lleno de dominicanos alegres, cerca de Central Park. Teníamos algunos ahorros para pagar el departamento durante un año y comer lo suficiente, de modo que pudiéramos dedicarnos a nuestros edificios respectivos: Maggie a pintar sus visiones ecológicas y...