para nada
En el segundo patio se detiene. La inesperada claridad le deslumbra. Nunca lo ha visto así. Parece un altar mayor en misa de Gloria. No ha quedado rincón sin iluminar. Faroles con velas de sebo o velones de grasa de potro chisporrotean bajo la higuera tenebrosa. Entre ellos se mueve doñaConcepción, menudita, esmirriada. Corre con agilidad ratonil, llevando y trayendo macetas de geranios, avivando aquí un pabilo, enderezando allá un taburete. Los muebles del estrado han sido trasladados al corredor de alero, por la mulata que la sigue como una sombra bailarina. A la luz de tanta llama trémula, se multiplican los desgarrones de damasco y el punteado de las polillas sobre las maderasdel Paraguay.
Benjamín se pasa la mano por la frente. Había olvidado la fiesta de su madre. Durante diez días, la loca no paró con las invitaciones. Del brigadier don Bruno Mauricio de Zabala abajo, no había que olvidar a nadie. Para algo se guarda en los cofres de la casa tanto dinero. El obispo Fray Pedro de Fajardo, los señores del Cabildo, los vecinos de fuste... Colmó papeles y papeles comosi en verdad supiera escribir, como si en verdad fuera a realizarse el sarao. Benjamín encerró los garabatos y los borrones en el mismo bargueño donde están sus cuentas secretas de los negros, los cueros y frutos que subrepticiamente ha enviado a Mendoza y por culpa de los cuales vendrán a arrestarle.
Doña Concepción se le acerca, radiante, brillándole los ojos extraviados:
—Vete a vestir —ledice—; ponte la chupa morada. Pronto estará aquí el gobernador.
Y sin detenerse regresa a su tarea. Benjamín advierte que se ha colocado unas plumas rojas, desflecadas, en los cabellos. Ya no parece un ratón, sino un ave extraña que camina entre las velas a saltitos, aleteando, picoteando. Detrás va la esclava, mostrando los dientes.
—Aquí —ordena la señora—, la silla para don Bruno.
La mulatacarga con el sillón de Arequipa. Cuando lo alza fulgen los clavos en el respaldo de vaqueta.
El contrabandista no sabe cómo proceder para quebrar la ilusión de la demente. Por fin se decide:
—Madre, no podré estar en la fiesta. Tengo que partir en seguida para el norte.
¿El norte? ¿Partir para el norte el día mismo en que habrá que agasajar a la flor de Buenos Aires? No, no, su hijo bromea. Ríedoña Concepción con su risa rota y habla a un tiempo con su hijo y con los jilgueros.
—Madre, tiene usted que comprenderme, debo irme ahora sin perder un segundo.
¿Le dirá también que no habrá tal fiesta, que nadie acudirá al patio luminoso? Tan ocupado estuvo los últimos días que tarde a tarde fue postergando la explicación, el pretexto. Ahora no vale la pena. Lo que urge es abandonar la casa y supeligro. Pero no contó con la desesperación de la señora. Le besa, angustiada. Se le cuelga del cuello y le ciega con las plumas rojas.
—¡No te puedes ir hoy, Benjamín! ¡No te vayas, hijo!
El hombre desanuda los brazos nerviosos que le oprimen.
—Me voy, madre, me voy.
Se mete en su aposento y arroja las alforjas sobre la cama. Doña Concepción gimotea. Junto a ella, dijérase que la mulata...
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