prostitucion
Los dibujos de tía Oriane atraían a María, se adormecía mirándolos. Había una magia en aquella infinita reiteración de formas, un anzuelo en el lápiz que subía y bajaba como la aguja de un tejido. Su tía seguía invariablemente el mismo orden trazando primero hileras de círculos, y dentro decada círculo una cruz. Luego sus manos aleteaban sobre las hojas y círculos y cruces desaparecían bajo una trama de líneas que se unían formando diminutos rombos. María iba a su habitación al atardecer y se quedaba a su lado mirándola dibujar hoja tras hoja hasta que entraba la noche y la vieja Fidelia subía para anunciar la cena. Podía pasar horas enteras junto a tía Oriane. Le agradaba suquietud, el silencio que había siempre a su alrededor. Le agradaban sus manos, fugaces como las pelusas que el aire empujaba sobre las acacias del jardín. Había descubierto además que su tía y ella se parecían: las dos tenían la manía de no pisar nunca las junturas de las baldosas. Compartían el gusto por las frutas heladas y la flor del ilang-ilang. A veces sorprendía en tía Oriane sus mismosademanes, un cierto modo de ladear la cabeza, una forma cauta de sonreír. Pero sólo hojeando el álbum de fotografías comprendió hasta qué punto el parecido entre las dos iba más lejos.
Su tía se lo enseñó una tarde de lluvia, una de esas tardes que dejaban correr juntas jugando interminables partidas de ludo. Porque le había hablado del tiempo de antes y quería mostrarle cómo se vestía entonces lagente. Tía Oriane sacó el álbum de un armario y lo abrió sobre sus rodillas. En sepia y nubladas, las imágenes habían empezado a desfilar ante sus ojos y se habían sucedido confusamente hasta llegar a una niña vestida de organza. Por un instante María creyó verse a sí misma. Reconoció con estupor sus trenzas, su figura, incluso su encogido recelo frente a la cámara. Tía Oriane había sonreido —parecíaencontrar aquello lo más natural del mundo— y sin pronunciar una palabra había vuelto a correr las hojas desempolvando amigos y parientes anónimos mientras María tenía la impresión de revivir una escena ya pasada, de haber mirado alguna vez el álbum detrás del hombro de su tía sin reparar en las fotos y con la misma modorra que la iba envolviendo como si una mano le rozara los párpados. Al doblaruna página las uñas de tía Oriane rasguñaron suavemente la cara de un hombre, una cara triste que parecía reflejada en el agua.
—¿Quién era? —preguntó María.
Su Tía cerró la tapa del álbum.
—Sergio —dijo—. El único hermano que tuvimos tu abuela y yo.
—Yo creía que había muerto de niño —comentó María.
—No me extraña —dijo Tía Oriane mirando el tablero de ludo—. Tu abuela le hace trampas al...
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