que tratamiento hay par los diverticulos?
habitaciones y una pequeña cocina) de una antigua casa reformada, cerca del East River. Era viuda
y Mr. H. T. Miller le había dejado una buena pensión de seguro. Hacía pocos gastos, no tenía
amigos con quien hablar y raramente iba más allá del almacén de la esquina. Los demás inquilinos de la casa no parecían advertir su presencia: sus vestidos eran sencillos, su cabello grisáceo lo
llevaba corto y toscamente ondulado; no usaba cosméticos y sus facciones eran comunes y poco
notables. En su último aniversario había cumplido los sesenta y un años. Sus actividades eran sólo
rutinarias: conservaba las dos habitaciones inmaculadas, fumaba un ocasional cigarrillo, se preparaba sus propias comidas y se ocupaba de su canario.
Entonces conoció a Miriam. Aquella noche nevaba. Mrs. Miller había terminado de secar los platos
de la cena y estaba hojeando el periódico de la tarde, cuando vio el anuncio de una película que
proyectaban en un cine cercano. El título le fue atractivo, así que se embutió en su abrigo de piel de castor, se anudó las botas y salió del apartamento, dejando una luz encendida en la antesala:
sentía horror a la oscuridad.
La nieve caía suave, sutil, sin llegar a dejar impresión en el pavimento. El viento del río sólo se
sentía cortante en el cruce de las calles. Mrs. Miller se apresuró, con la cabeza inclinada,
abstraídamente, como un topo abriéndose paso por su madriguera. Se detuvo delante de una droguería y compró un paquete de pastillas de menta.
Había una larga cola ante la taquilla; se situó en último lugar. Tendría (gruñó con voz cansada) que
esperar un rato antes de conseguir asiento. Mrs. Miller rebuscó en su cartera de piel hasta que
reunió la cantidad exacta para la entrada. La gente no parecía tener la menor prisa. Miró a su
alrededor mientras esperaba y de pronto descubrió a una niñita parada bajo el borde de la
marquesina.
Su cabello era el más largo y extraño que Mrs. Miller había visto jamás: muy blanco y plateado,
como el de un albino. Le flotaba hasta la cintura, perdiéndose en ondas suaves. Era delgada y de
constitución frágil. Había una sencilla y peculiar elegancia en su modo de estar parada con los pulgares metidos en los bolsillos de su abrigo de terciopelo púrpura.
Mrs. Miller se sintió extrañamente excitada, y cuando la muchachita la miró, le sonrió tibiamente.
Cuento del Meswww.ecdotica.com 2
La niña se acercó y dijo:
–¿Podría hacerme un favor?
–Si puedo, lo haré con gusto –respondió Mrs. Miller.
–Oh, es muy fácil, quiero simplemente que me compre una entrada, de otro modo no me dejarán entrar. Aquí está el dinero –graciosamente le tendió a Mrs. Miller dos monedas de diez y una de
cinco.
Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las condujo a un vestíbulo; faltaban veinte minutos
para que empezase la película.
–Me siento como una auténtica criminal –comentó jovialmente Mrs. Miller al sentarse–. Quiero
decir que esto que he hecho va contra la ley, ¿verdad? Espero no haber hecho mal. ¿Tu madre sabe dónde estás, querida? Supongo que debe saberlo, ¿no es así?
La niña no contestó, se quitó el abrigo y se lo puso sobre su regazo. Llevaba un vestido azul oscuro
y elegante. De su cuello colgaba una cadena de oro. Sus dedos, sensitivos y musicales,
jugueteaban con ella. Al examinarla con más atención, Mrs. Miller decidió que lo más llamativo en ella no era el cabello, sino los ojos. Eran color castaño claro, tranquilos, carentes de cualquier
expresión infantil y, debido a su tamaño, parecían abarcar toda su carita.
Mrs. Miller le ofreció una pastilla de menta.
–¿Cómo te llamas, querida?
–Miriam –contestó, como si pensara que ese nombre le resultaría familiar.
–Vaya coincidencia... yo también me llamo Miriam. Y no es un nombre demasiado ...
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