Dios nos ha dado la facultad de captar las leyes eternas de la moralidad, que están impresas en el corazón de todo hombre. Dichas leyes no son arbitrarias pues son expresión de la eternidad deDios; esta capacidad es necesaria para acercarnos a Dios, como también nuestro esfuerzo y elección libre del Bien, pero no es suficiente, principalmente por la fuerza del pecado original; necesitamostambién del perfeccionamiento de nuestras facultades mediante la gracia de Dios, que disfrutamos mediante los sacramentos, y de la orientación de la Iglesia. La voluntad busca necesariamente lafelicidad, pero es libre de elegir los medios para este propósito, pudiendo acercarse a Dios o elegir los bienes imperfectos del mundo sensible. Mediante la gracia, el albedrío o voluntad puede dirigirsehacia el Bien Supremo y es realmente libre. La posesión plena de Dios en la vida futura constituye, según San Agustín, la suprema felicidad y el destino final del hombre; en la vida presente,nuestra felicidad consistirá en la unión con Dios por medio de su conocimiento, de la virtud y de la práctica cristiana.
Podemos dividir a los seres humanos, nos dice San Agustín, en dos grupos: los queaman a Dios, se someten a su Palabra y buscan la paz eterna, y los que quieren los bienes materiales y temporales y se prefieren a sí mismos antes que a Él. Aunque estos grupos están mezcladosdesde el principio de la historia, en cierto modo pertenecen a dos pueblos o ciudades distintas: los primeros al territorio místico de la Ciudad de Dios (Jerusalén), y los segundos a la Ciudad temporalo terrena (Babilonia). San Agustín cree que desde el principio del mundo están enfrentadas, pero con el juicio final se separarán definitivamente. Esta división corresponde a la división entre elEstado pagano (“Ciudad de Babilonia”) y la Iglesia (“Ciudad de Jerusalén”), y expresa la primacía que debería tener ésta sobre el Estado.
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