tinta roja
publicó en el volumen Premiados II (Ediciones Desde la Gente)
Por María Malusardi
Tinta Roja
ʺAquí no hacemos jazzʺ, me dijo apenas abrió la puerta, mientras yo le decía
que me mandaba Ruiz, de Radio Nacional, el de Todos los días tango. Y sentí
de pronto algo fuerte en el pecho. No tristeza sino lo contrario, como si la
risa, igual que la voz cuando canto, subiera desde el vientre. Y me empecé a
reír. No podía frenar lo que venía de adentro y creo que le mostré mis
dientes que podían resultarle más blancos que los suyos. Y creo que le
mostré todo. Y me detuve recién cuando él me tomó del brazo, me clavó los
dedos, uno por uno, hundiéndomelos en la piel. Y ahí, de pronto, se me
cerró la boca, se frunció solita.
‐ Suelte.
‐ Y usted no se ría así, no sé dónde está la gracia.
‐Usted suele no escuchar a la gente‐ le largué, como si le estuviera
tirando las cartas ‐. Soy cantante de tangos. O me cree estúpida. ¿Lo conoce a Ruiz? Ruiz, el que le pasa la publicidad del boliche gratis, ¿se acuerda?
‐Pasá‐. Fue todo lo que dijo, tuteándome de pronto, como si me
hubiera perdido el respeto, pero también la distancia, y se tocó el bigote tan
al ras y luego se acarició la gomina, porque ahí no había más que barniz: el
pelo corto hasta la nuca, sepultado bajo ese charco de miel endurecida. El
local estaba oscuro, muerto como todos los boliches que están vivos de
noche, desvalidos y con olor a humedad y a desinfectante de baños, de día.
Las sillas, dadas vuelta sobre las mesas, parecían floreros con cuatro tallos de
rosa petrificados; el piso todavía sucio, con servilletas y colillas de cigarrillos
que más que suciedad parecían el diseño de los mosaicos negros. Y ahí estaba el escenario, que tan grande resulta de noche, ahora tan humilde, las
maderas crujientes, un poco entreabiertas, huecas.
Subí dos escaloncitos ubicados a la izquierda, y las maderas chillaron
cuando di mis primeros pasos. Llegué hasta el micrófono y acerqué la boca
como si fuera a besarlo. Había llegado hasta allí, porque caminaba detrás de
aquel hombre alto, que levantó la tapa de un piano de cuarto de cola que
ocupaba la mitad del escenario, y repasó semifusas de algo, como si quisiera
limpiar la música o el polvo acumulado en cada cuerda tan estirada y
gruesa. Y se sentó, mientras me recorría de arriba a abajo.
‐Sacate el abrigo.
Rápidamente me lo quité, lo enrosqué como a un canelón y lo apoyé en el piso al lado de mi pie.
‐Aflojate.
‐Ahora me vas a enseñar a cantar‐ le dije, poniéndome una mano en
la cintura, haciendo negras con el pie izquierdo sobre los tablones, como un
metrónomo.
‐Tinta Roja‐ largó, como un profesor tomando examen, indicándome
la bolilla, sin dejármela elegir a mí, hablá, que yo te escucho y luego vemos,
un cinco, un tres, un diez, pero no te van a alcanzar las cifras para
calificarme, estuve a punto de gritarle.
No necesitaba nada más que los primeros acordes para arrancar
porque a este tango me lo sabía como a mi nombre. Un hermoso lamento, un
blues encimándose sobre una milonga, apretándola contra una pared, una
voz de negra, podía decirme, gruesa y redonda, aguda y entubada y algo
ronca, todo a la vez.
Dónde estará mi arrabal, la música pasaba de largo y a veces se
quedaba dando vueltas y girando, y sólo podía mirarlo a él, quién se robó mi
niñez, tan engominada la cabeza y tan calientes y ligeros los dedos y tan
blancos, en qué rincón luna mía, y me podía dar el lujo de sentirme porteña, ...
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