Dos Errores
Autor: F. Scott Fitzgerald
—Mírame los zapatos —dijo Bill—. Veintiocho dólares.
El señor Brancusi los miró.
—Chachi —dijo.
—Hechos a medida.
—Ya sabía que eras elegantísimo. No me habrás hecho venir sólo para enseñarme los zapatos, ¿verdad?
—No soy elegantísimo. ¿Quién ha dicho que yo era elegantísimo? —Preguntó Bill—. Sólo porque tengo más educación que la mayoría de la gente quese dedica al negocio del espectáculo.
—Y además sabes que eres joven y guapo —dijo Brancusi con su especial sentido del humor.
—De eso no hay duda, sobre todo si me comparo contigo. Las chicas creen que soy actor, hasta que me conocen… ¿Tienes un cigarrillo? En fin, parezco un hombre… que ya es más que lo que hacen todos esos niñatos que rondan por Times Square.
—Atractivo. Un caballero. Buenoszapatos. Favorecido por la suerte.
—En eso te equivocas —objetó Bill—. Inteligencia. Tres años, nueve espectáculos, cuatro exitazos, un solo fracaso. ¿Dónde ves la suerte?
Un poco aburrido, Brancusi se limitaba a mirarlo. Lo que hubiera visto —si tuviera ojos en la cara y no estuviera pensando en otra cosa— era un joven irlandés de aspecto sano que transpiraba agresividad y confianza en sí mismohasta saturar el aire de su despacho. Brancusi sabía que en cualquier momento Bill oiría el sonido de su propia voz y se avergonzaría y se refugiaría en su otra personalidad: la del hombre serenamente superior, sensible, protector de las artes, una imitación de los intelectuales del Theatre Guild. Bill McChesney aún no había terminado de decidirse entre sus dos caras: semejantes mezclas no suelencuajar antes de los treinta años.
—Fíjate en Ames, en Hopkins, en Harris… Fíjate en quien te dé la gana —insistió Bill—. ¿En qué me superan? ¿Qué pasa? ¿Quieres una copa? —se había dado cuenta de que a Brancusi se le iban los ojos al armario de la pared de enfrente.
—Nunca bebo por la mañana. Sólo me preguntaba quién estará dando golpes en la pared. Deberías pararlo. Estas cosas me ponen nervioso, mesacan de quicio.
Bill se acercó rápidamente a la puerta y la abrió.
—Nadie —dijo—… ¡Ah, hola! ¿Qué quiere usted?
—Vaya, lo siento mucho —respondió una voz—. Lo siento muchísimo. Estoy tan nerviosa que no me había dado cuenta de que tenía este lápiz en la mano.
—¿Qué quiere usted?
—Quería verlo, y un empleado me ha dicho que está usted ocupado. Traigo una carta de Alan Rogers, el dramaturgo: queríadársela yo personalmente.
—Estoy ocupado —dijo Bill—. Vea al señor Cadorna.
—Ya lo he visto, pero no me ha servido de mucho, y el señor Rogers dice que…
Brancusi, impaciente, le echó una ojeada a través de la puerta. Era muy joven, con un precioso pelo rojo: su cara reflejaba más temperamento que el que indicaba su parloteo; no se le ocurrió al señor Brancusi que tenían la culpa sus orígenes enDelaney, en Carolina del Sur.
—¿Qué hago? —preguntó la chica, poniendo tranquilamente su futuro en las manos de Bill—. Tenía una carta para el señor Rogers, pero el señor Rogers sólo me ha dado esta carta para usted.
—Bueno, ¿qué quiere que haga yo? ¿Casarme con usted? —saltó Bill.
—Me gustaría que me diera un papel en una de sus obras.
—Entonces siéntese y espere. Estoy ocupado… ¿Dónde está laseñorita Cohalan? —tocó un timbre, volvió a mirar, de mal humor, a la chica y cerró la puerta del despacho. Pero durante la interrupción había recuperado su otra personalidad y reanudó su conversación con Brancusi con el tono de alguien que hubiese compartido con Reinhardt, como uña y carne, sus anhelos por el futuro artístico del teatro.
A las doce y media había olvidado todo excepto que se estabaconvirtiendo en el más grande director teatral del mundo y que tenía una cita para comer con Sol Lincoln y hablarle precisamente de aquello. Al salir del despacho, miró con expectación a la señorita Cohalan.
—El señor Lincoln no puede verlo —dijo—. Acaba de llamar.
—Acaba de llamar —repitió Bill, molesto—. Muy bien. Táchelo de la lista para el jueves por la noche.
La señorita Cohalan trazó una...
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