Juicio A Eichman
hombre de carne y hueso?. Frente a ello, y pese a tener en contra al Estado y la prensa israelitas,Arendt opta por esto último, y para ello, deja en claro que el acusado no es el monstruo que se quisopresentar, sino uno más de entre tantos burócratas del nazismo, que a fuerza de eficiencia yubicuidad pretendían escalaren la pirámide del poder estatal alemán. Un hombre ordinario, despreciado por muchos de sus colegas y jefes, inofensivo y hasta refractario al uso de la violenciaen lo cotidiano, que mostró ser muy eficiente en las tareas que se le encomendaban, pero que pese aello nunca pudo pasar de ser un obscuro Obersturmbannführer a cargo de una subsección, muy lejos de los centros de poder donde se decidíacuándo, quiénes y cómo poblaciones enterasterminarían su existencia en los campos de exterminio del este europeo. Así y todo, Arendt coincidecon lo decidido por el Tribunal: pena de muerte para el acusado. Y surge así un nuevo interrogante:
¿es admisible que el Estado imponga la pena máxima? Aquí la autora, como buena filósofaalemana, apela al pensamiento kantiano, buceando en las ideas dejusticia absoluta y trascendental del pensador de Königsberg las razones para legitimar tan drástica decisión, además de apoyarse en lo que ya habían resuelto los tribunales de Nüremberg una década antes. Conectado con ello, Arendt no esquiva el principal argumento de los partidarios de que las penas no se impongan quia peccatum, sino ne peccetur: ¿Puede volver a ocurrir el holocausto? A contrario de loque los penalistas —como el que escribe esta nota— estamos acostumbrados a repetir, Arendt contesta: sí,
puede volver a ocurrir. Y enuncia el poderoso argumento de que todo paso que, para bien o para mal, dio la humanidad en su historia, está condenado a ser el umbral del siguiente hito en su camino hacia su salvación o destrucción, según el caso. Y advierte con toda razón, que los arsenales conarmas de destrucción masiva que algunos estados alimentan de modo incesante, pueden ser elpreludio que indique que su diagnóstico es acertado.
¿Cuál era la suerte corrida por el agente que se negaba a participar de actos aberrantes o genocidas? Con asombro, descubrimos con Arendt que no hay ni una sola prueba de actos devenganza o represalias severas por parte del régimen contra quien se negaba,por ejemplo, a asesinar a judíos. Tan solo traslados, trabas en la carrera, pero no mucho más. Sin perjuicio de ello,
no han sido muchas las crónicas recogidas durante el juicio —relata Arendt— de oficiales que desobedecieran tales órdenes. Al contrario, la enorme mayoría de los agentes estatales cumplieron con lo que se le pedía. Es que la autora nos recuerda con dureza, que en aquellos tiempos,todas las actuaciones estatales estaban respaldadas en leyes, decretos y reglamentos, cuando no en la propia palabra del Führer, considerada ley suprema inclusive por prestigiosos constitucionalistas (por ej.Theodor Maunz). Es decir, que se daba la paradoja de que actos aberrantes y constitutivos de genocidio y de violaciones a los derechos humanos básicos, formaron parte entre 1933 y 1945 delordenamiento jurídico del Estado.
Estas consideraciones se extienden al papel cumplido por los Judenrat, Consejos Judíos con los que solía entenderse Eichmann, y que allanaron el camino para que la maquinaria de exterminio nazi funcionara a pleno; la autora pone la lupa sobre su actuación y emite un juicio lapidario: casi todos ellos traspasaron el límite entre “ayudar a huir” y “colaborar en ladeportación” de sus representados, sin que la excusa del mal menor pueda ser admisible, dado que la raquítica cifra de sobrevivientes cancela dicha alegación (de acuerdo con H.A., en Hungría se salvaron 1.684 judíos gracias al sacrificio de 476.000 víctimas). Para peor, la autora cree haber demostrado que en aquellas naciones en donde hubo una oposición decidida a la deportación, los nazis carecieron...
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