La Forma De La Espada
La forma de la espada[i]
(Artificios, 1944; Ficciones, 1944)
Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba[ii] la sien y del otro el pómulo[iii]. Su nombre verdadero no importa; todos en Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos campos, Cardoso, no quería vender; he oído que el Inglés recurrióa un imprevisible argumento: le confió la historia secreta de la cicatriz. El Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil había sido contrabandista. Los campos estaban empastados[iv]; las aguadas[v], amargas; el Inglés, para corregir esas deficiencias, trabajó a la par de sus peones. Dicen que era severo[vi] hasta la crueldad, peroescrupulosamente[vii] justo. Dicen también que era bebedor: un par de veces al año se encerraba en el cuarto del mirador y emergía[viii] a los dos o tres días como de una batalla o de un vértigo, pálido, trémulo[ix], azorado[x] y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales[xi], la enérgica flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su español era rudimental[xii], abrasilerado. Fuera dealguna carta comercial o de algún folleto, no recibía correspondencia.
La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatá me obligó a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creí notar que mi aparición era inoportuna[xiii]; procuré congraciarme[xiv] con el Inglés; acudí a la menos perspicaz[xv] de las pasiones: el patriotismo. Dije que erainvencible un país con el espíritu de Inglaterra. Mi interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado[xvi], pero detrás de las cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relámpagos, urdía[xvii] otra tormenta. En eldesmantelado[xviii] comedor, el peón que había servido la cena trajo una botella de ron. Bebimos largamente, en silencio.
No sé qué hora sería cuando advertí[xix] que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o qué exultación[xx] o qué tedio[xxi] me hizo mentar[xxii] la cicatriz. La cara del Inglés se demudó[xxiii]; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijocon su voz habitual:
—Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar[xxiv] ningún oprobio[xxv], ninguna circunstancia de infamia[xxvi].
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el portugués:
“Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que conspiraban por laindependencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente, se baten[xxvii] en los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más valía, murió en el patio de un cuartel, en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño; otros (no los más desdichados) dieron con su destino en las anónimas y casi secretas batallas de la guerracivil. Éramos republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no sólo era para nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las torres circulares y las ciénagas rojas, era el repudio[xxviii] de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnación fueron héroes y en otras peces y montañas... En unatardecer que no olvidaré, nos llegó un afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.
Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión de ser invertebrado. Había cursado con fervor[xxix] y con vanidad casi todas las páginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le servía para cegar[xxx] cualquier discusión. Las razones que puede tener...
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