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En el Perú, donde cerca de la mitad de la población no tributa, no debería sorprendernos que la corrupción esté aceptada en elsistema político. Cambiar ello pasa por combatir la informalidad. Gonzalo Zegarra, director de SE, analiza.
POR GONZALO ZEGARRA MULANOVICH
41% de los limeños votaría por un candidato que roba siemprey cuando “haga obra”, reveló una reciente encuesta de Datum que ha causado justificada indignación. El problema es que quienes más se indignan son los que propugnan las políticas públicas que máscorrupción generan: el estatismo. En efecto, son los intelectuales de izquierda quienes se han constituido –sobre todo desde la caída del régimen fujimorista– en los más enérgicos abanderados de la luchaanticorrupción, algo que puede hablar bien de ellos si son sinceros, pero que sobre todo habla mal de la derecha conservadora (que no tiene empacho en tolerar el robo al contribuyente, pero sí seescandaliza si alguien habla de legalizar la droga o consolidar las libertades sexuales, que no generan daños a terceros).
Pero –sin relativizar un ápice la importancia de los valores moralesrepublicanos que exigen menor tolerancia a la mentira, por ejemplo (SE 1436)–, lo cierto es que las indignadas buenas intenciones izquierdistas de nada sirven si no se esmeran en entender la realidad no diréeconómica, sino incluso antropológica de este fenómeno y que tiene que ver directamente con el estatismo. No me refiero al hecho obvio de que un Estado más grande, frondoso y burocrático genera muchosmás incentivos y oportunidades para la corrupción, porque delega más poder en los funcionarios, y lo descentraliza. Como decía mi maestra de Yale, Susan Rose-Ackermann, sólo la corrupcióndescentralizada es peor que la centralizada (SE 1221,1260). Eso es Economía Política 101, o el simple sentido común de la frase de Lord Acton: el poder corrompe.
No, la indignación de la que hablamos ya no es...
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