Leyendo A Los Rusos
nº 178 | 01/10/2011
Leyendo a los rusos
James Womack
Nosotros, los occidentales, sabemos lo que queremos de Rusia. En primer lugar, desde
que la literatura rusa pasó a ser importante para el público lector occidental, un hecho
que puede remontarse más o menos a las primeras traducciones de Turguénev al
francés a mediados del siglo xix, ha existido un consenso crítico general sobreque
aquello que obtenemos de Rusia es una forma de escribir que se acerca más al
«realismo» que cualquier otra de las grandes literaturas europeas.
Como una hermosa coincidencia, podemos ver cómo esta línea crítica se extiende de
manera ininterrumpida desde la afirmación de Matthew Arnold, quien afirmó en 1888
que «no vamos a tomar Anna Karenin como una obra de arte; vanos a tomarla como un
pedazode vida», hasta llegar a la idea expresada por la joven crítica
turca-estadounidense Elif Batuman, en The Posessed (Los poseídos, Barcelona, Seix
Barral, 2010), según la cual la novela de Tolstói, en especial los nombres que da a sus
personajes, es «tan extraordinaria, asombrosa y auténtica como la vida real». Esto es
una mitad de lo que estamos deseosos de obtener de la literatura rusa: la ideade que
representa la vida más perfectamente que otras literaturas y, por extensión, nos
sugiere mejor cómo hemos de vivir.
La otra mitad del trato es la gran tradición de lo grotesco y lo perturbador que ha
caracterizado a Rusia, una tradición que se remonta al menos hasta Gógol, o incluso
hasta el antiguo autor en prosa Mijaíl Chulkov (ca. 1744-1792), pero que no se puso
realmente de moda enOccidente hasta la época soviética, cuando los modos en que los
escritores rusos contemporáneos se valieron del lenguaje esópico y la vívida sátira
social para burlarse sutilmente del sistema en que vivían ofrecieron a los occidentales
un reflejo adecuadamente distorsionado de cómo eran las cosas –de cómo deben ser las
cosas– en el Imperio del Mal.
Piénsese, como un ejemplo revelador aunque bastantetrivial de las actitudes
occidentales hacia Rusia, en el hecho de que la segunda película dirigida por el
estadounidense Mel Brooks fue una adaptación de la novela satírica Dvenádtsat stúlev
(1928, traducida como Las doce sillas, Barcelona, Acantilado, 1999), de los autores
soviéticos Ilf y Petrov (seudónimos de Ilia Fáinzilberg, 1897-1937, y Yevgeni Katáiev,
1903-1942), que adorna el texto que lesirve de fuente para burlarse de lo que percibe
como la hipocresía de la Rusia comunista. La película de Brooks se estrenó en 1970,
durante el primer período de distensión de la Guerra Fría, pero aun así podemos ver en
ella cómo el antihéroe Ostap Bender –encarnado por un joven Frank Langella–
desciende por una calle cuya señal, cambiada a toda prisa, la identifica como «Marks
Engels Lenin &Trotsky St», mientras que el texto original menciona únicamente a los
dos primeros gigantes de la teoría comunista. (La carrera armamentística de la
comedia continuaba: una versión soviética más «respetuosa» con la novela, dirigida por
Leonid Gaidái, se estrenó en 1971.) El aspecto significativo aquí es que un director de
cine occidental, apoyado por su estudio y su productora, acudiera a la literaturarusa,
aunque se tratara de un clásico soviético aceptado, como la fuente de una comedia que
se burla de las sociedades rusa y soviética.
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Lo que me gustaría sugerir es que este conjunto de actitudes (la literatura rusa es bien
un profeta que nos cuenta verdades universales sobre nosotros mismos, bien un
ouroboros que busca devorarse a sí mismo) se ha convertido en un sistema queha
acabado por retroalimentarse. Parece muy claro que la variedad de libros llegados
desde Rusia que se publican en Occidente –no solo en España, sino en Europa
Occidental y Estados Unidos en general– se encuadra en buena medida dentro de estas
dos grandes categorías, y estamos perdiéndonos una enorme cantidad de material
interesante simplemente porque se resiste a encajar con claridad en ninguna...
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