Postmodernidad
cultural
Juan Martín Prada, 1998
(Una versión revisada de este texto fue publicada como capítulo I del libro La
apropiación posmoderna. Arte, práctica apropiacionista y teoría de la
posmodernidad, Fundamentos, Madrid, 2001.
I. EL HORIZONTE SOCIAL DE LA APROPIACIÓN POSTMODERNA
Para la mayor parte de la teoría política postmoderna la única víaefectiva de transformación social es la proliferación de las líneas de
resistencia a las formas existentes de poder, más que buscar su
derrocamiento1. De ahí que se haya afirmado que la Postmodernidad se
caracteriza por una naturaleza póstuma, una aceptación, quizá precipitada,
de “posthistoria”, donde el futuro se concibe ya como un eterno presente.
De hecho, a finales de los años setentaempezaron a proliferar los textos que
trataban de hacer explícita la descripción de un tiempo en el que se
renunciaba definitivamente a las grandes metanarrativas modernas,
proponiendo, en cierta manera, la irreversible y plena aceptación de las
condiciones y modos de vida propios de la sociedad de consumo, como se
vislumbra, en términos generales, en los textos de Jean Baudrillard, J. F.
Lyotard,Daniel Bell, Peter Eisenmann o en la crítica conservadora de
Hilton Kramer, entre otros muchos. Los principios de una “antimodernidad”
irreconciliable propuesta por Bataille, Derrida o Foucault se combinaban
también con aquellas interpretaciones de la época como reclamación de una
“ética cosmológica” y con la defensa de la inmanencia del arte como ámbito
cuasi utópico. De esta manera, muchade la práctica artística postmoderna
insistirá en la carencia de sentido de cualquier compromiso socio-político
del arte que implique una pérdida de su estricta autonomía. Se acepta, en
términos generales, el principio adorniano de una estética comprometida si
el compromiso no actúa más que como fuerza productiva estética, aún
aceptando la neutralización que el mercado del arte había hecho detodas las
propuestas artísticas basadas en el radicalismo formal. De ahí la pervivencia
de la concepción mediática de lo simbólico, garantía mantenedora de una
diferencia radical entre los procedimientos, estrategias y fines de la política
y la cultura. La disolución de esta diferencia, como veremos, acabará por ser
el objetivo principal de las prácticas artísticas más radicales de losúltimos
años y su propuesta programática más ambiciosa. Un movimiento
centrípeto frente a la presión centrífuga que había conseguido proyectar lo
cultural hacia la exterioridad de la esfera social, allá donde sus posibilidades
de actuación comprometedora quedaban neutralizadas. Una propuesta
crítica que no podía ser realizada a través de la recuperación de una
estrategia operativa basada en loscontenidos, ni encauzada a través de
mensajes explícitos. Parece que se confirmaba nuevamente el carácter
incierto de la eficacia política de las obras llamadas comprometidas2. En
efecto, la crítica de todo arte activista fue intensa –y muy eficaz- por parte
de la mayoría de los teóricos más influyentes de la década de los ochenta.
Robert Hughes constituiría uno de los ejemplos más evidentesde esta
reacción que perdurará en los años noventa3. Un clima antipolítico
generalizado y crítico ahistóricamente donde fue fácil minimizar la
influencia del feminismo y de los grupos de defensa de la igualdad racial y
sexual4. De ello se deriva que la neutralización de la crítica a través de
procesos de asimilación por parte del mismo sistema continuase siendo la
nota característica de todapretensión pragmática del arte5. Son muchos,
desde luego, los ejemplos que podríamos citar respecto a esta nueva
regresión. En Estados Unidos, por ejemplo, el Women’s Liberation
Movement dejó de existir en 1980 como movimiento de masas. En ese
mismo año, Maurice Tuchman volvía a organizar una exposición en Los
Angeles County Museum of Art sin incluir ni una sola mujer6.
No obstante, el...
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