America
Manhattan. Una cordillera de rascacielos sobre una pradera de asfalto pulido como el diamante. Taxis amarillos -the yellow cabs. Carteles chillones. Museos. Kioskos ambulantes de Hot Dogs -hey, buddy!. Ni un árbol fuera de Central Park. Lujo y miseria a susombra. Limusinas. Bohemios. Jazz, dólares, Broadway, Greenwich Village, Chinatown, Soho, el Metropolitan, la ópera en el Lincoln Center... Estudiantes paseando a veinte perros porque sus dueños están demasiado ocupados para atenderlos. Calles inmensas, anchísimas, de aceras planas y mustias. Nadie camina por el borde. Todos se pegan a las fachadas, como buscando el calor, el cobijo tal vez de lascasas donde palpita el alma mestiza del neoyorkino. El agua del río Hudson alivia la fiebre de la ciudad, acalorada por el crisol de ideas, intenciones y necesidades en lucha. Propósitos inabarcables, colas inverosímiles, coca cola apenas sin azúcar ni burbujas, coreanos que venden camisetas donde se lee I love NY, judíos integristas -con tirabuzones- que pasean a sus tapadas esposas, empresarioscon teléfono móvil cuyos trajes cuestan lo que vale mi sueldo de dos meses...
Me pierdo por la Sixth Avenue, rumbo a Central Park. Luego volveré por la Quinta. Oh, el Hotel Plaza, donde vivía Cary Grant. Suena una cascada de notas pegajosas, jazz improvisado y mendigo. Hi, just one buck, thank you! El negro se detiene y me mira con ojos enrojecidos de tanta música aguardientosa. Se llamaRalph y chocamos nuestras manos unidos por el blues. Un poco más allá. Una anónima vendedora me enseña fotos irresistibles de New York que le compro. A la vuelta de la esquina me llevo una manzana –estoy en the Big Apple!- por medio dólar. Antes de cambiar de acera he entrado en una tienda de sudamericanos en la que compro una gorra de béisbol. Azul, con la insignia del NYPD (New York PoliceDepartment). Cruzo la avenida sin rumbo fijo. Mis zapatos vagabundos me llevan hacia Times Square, tal vez porque intuyen que su dueño tiene el alma enamorada, llena de música y farándula. En el corazón de Broadway me llaman los cantos de sirena de las marquesinas de más de cuarenta espectáculos de la más alta calidad. Se me seca la mirada de no parpadear. Corro a cobijarme en el Greenwich Village, donderápidamente me alcanza la noche. En un tugurio que apesta a cerveza rancia y a sudor de desheredados, bebo una Bud ante la severa mirada de un negrazo de más de dos metros que parece tolerarme de milagro. Varias parejas se sientan a mi alrededor, ignorándome/aceptándome tácitamente. Todos juntos coreamos a los músicos que improvisan para nosotros cadencias llenas de melancolía que todos podemos...
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