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Doña Bárbara::Doña Bárbara::IX. Las veladas de la vaqueríaIX. Las veladas de la vaqueríaRómulo GallegosRómulo Gallegos
atraviese, y para eso tiene
el Brujeador.
Usted mismo lo ha dicho. Yo no sé qué viene buscando usted por estos lados; pero no está de más que lo repita: váyase con tiento. Esa mujer tiene su cementerio.Santos Luzardo se quedó pensativo, y el patrón, temeroso de haberdicho más de lo que se le preguntaba, concluyó,tranquilizador: –Pero como le digo esto, también le digo lo otro: eso es lo que cuenta la gente, pero no hay que fiarse mucho, porque el llanero es mentiroso de nación, aunque me esté mal el decirlo, y hasta cuando cuenta algo que es verdad, lodesagera tanto, que es como si juera mentira. Además, por lo de la hora presente no hay que preocuparse; aquíhabernoscuatro hombres y un rifle, y el Viejito viene con nosotros.Mientras ellos hablan así, en la playa,
el Brujeador,
oculto tras un mogote, se enteraba de la conversación, a tiempoque comía, con la lentitud peculiar de sus movimientos, de la ración que llevaba en el porsiacaso.Entretanto, los palanqueros habían extendido bajo e) palodeagua la manta de Luzardo y colocado sobre ella elmaletíndonde éste llevaba sus provisiones de boca. Luego sacaron del bongo las suyas. El patrón se les reunió mientrashacía el frugal almuerzo a la sombra de un paraguatán y fue refiriéndole a Santos anécdotas de su vida por los ríos ycaños de la llanura.Al fin, vencido por el bochorno de la hora, guardó silencio, y durante largo rato sólo se escuchó el leve chasquido delas ondas del río contra elbongo.Extenuados por el cansancio, los palanqueros se tumbaron boca arriba en la tierra y pronto comenzaron a roncar.Luzardo se reclinó contra el tronco del palodeagua, y su pensamiento, abrumado por la salvaje soledad que lo rodeaba,se abandonó al sopor de la siesta.Cuando despertó le dijo el patrón vigilante: –Su buen sueñito echó usté.En efecto, ya empezaba a declinar la tarde y sobre el Arauca corríaun soplo de brisa fresca. Centenares de puntosnegros erizaban la ancha superficie: trompas de babas y caimanes que respiraban a flor de agua, inmóviles, adormitadosa la tibia caricia de las turbias ondas. Luego comenzó a asomar en el centro del río la cresta de un caimán enorme. Seaboyó por completo, abrió lentamente los párpados escamosos.Santos Luzardo empuñó el rifle y se puso de pie,dispuesto a reparar el yerro de su puntería momentos antes. Pero el patrón intervino: –No lo tire. –¿Por qué, patrón? –Porque... Porque otro de ellos nos lo puede cobrar si usted acierta a pegarle, o él mismo si lo pela. Ése es el tuertodel Bramador, al cual no le entran balas.Y como Luzardo insistiese, repitió: –No le tire, joven, hágame caso a mí.Al hablar así, sus miradas se habían dirigido, con unrápido movimiento de advertencia, hacia algo que debía deestar detrás del palodeagua. Santos volvió la cabeza y descubrió al
Brujeador,
reclinado al tronco del árbol yaparentemente dormido.Dejó el rifle en el sitio de donde lo había tomado, rodeó el palodeagua, y deteniéndose ante el hombre, lo interpelósin hacer caso de su ficción de sueño:
–
¿Conque es usted amigo de ponerse a escuchar lo quepueden hablar los demás?
El Brujeador
abrió los ojos lentamente, tal como lo hiciera el caimán, y respondió con una tranquilidad absoluta: –Amigo de pensar mis cosas callado es lo que soy. –Desearía saber cómo son las que usted piensa haciéndose el dormido.7
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Sostuvola mirada que le clavaba su interlocutor, y dijo: –Tiene razón el señor. Esta tierra es ancha y todos cabemos en ella sin necesidad de estorbarnos los unos a los otros.Hágame el favor de dispensarme que me haya venido a recostar a este palo. ¿Sabe?Y fue a tumbarse más allá, supino y con las manos entrelazadas bajo la nuca.La breve escena fue presenciada con miradas de expectativa por el patrón y...
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