Haroldo Conti Cineg tica
Cinegética
Haroldo Conti
Apartó la chapa con cuidado y metió la cabeza a través de la abertura.
Al principio vio solamente la claridad mugrienta de la ventana que flotaba a una distancia imprecisa
pero después de un rato comenzaron a brillar los agujeritos de las chapas. Había un millón por lo
menos y parecían llenos de vida. No tenía por qué compararlo con nada, pero en todo caso sentía la
misma impresión que si metiera la cabeza en medio de la noche. Cuando era chico se paraba a veces
en el baldío lleno de sombras, de espaldas a la casilla, y miraba todo el montón de estrellas que tenía por encima hasta que empezaban a saltar de un lado a otro del cielo y le entraba miedo.
Los agujeritos temblaban o cambiaban de posición a cada movimiento de su cabeza. Entretanto, el olor
a humedad y a orina se le iba metiendo hasta los sesos.
Sacó la cabeza y tragó aire.
El auto había quedado detrás de la última joroba de tierra. Era una tierra de color de cartón, dura y
pelada. Entre el auto y el galpón, es decir, entre el galpón y la calle había una punta de aquellas jorobas
que brotaban en medio de las latas vacías, las cubiertas podridas y los recortes de hojalata de la
fábrica de menaje que emergía a la izquierda. A la derecha estaba el pozo que habían abierto durante
la guerra para sacar la greda con la que hacían los caños de desagüe en lugar de cemento. Tenía las
paredes cubiertas de yuyos y el fondo de agua y en verano se llenaba de pibes que corrían de un lado
a otro con el culito al aire.
A veces se sentaba en una de las jorobas y mientras fumaba un cigarrillo echaba un vistazo a todo
aquello. En otra forma, se entiende, como si estuviera al principio de las cosas. Entonces el tiempo se
volvía lento y perezoso y le parecía oír a la vieja que lo llamaba a los gritos mientras él estaba echado
en el fondo del pozo con el barro seco sobre la piel chupando un pucho, tres pitadas por vez, con el
Beto y el Gordo y el Andresito, al que lo reventó un 403 cuando cruzaba la calle precisamente por
hacerle caso a la vieja.
Maldonado le hizo una seña desde el coche y él movió la cabeza con fastidio. Después la volvió a
meter por el boquete y llamó por lo bajo, apuntando la voz hacia el rincón de la izquierda.
—¡Pichón!
La voz se alargó en el galpón y se perdió un poco por encima de su cabeza.
—Pichón, ¿estás ahí? Soy yo, Rivera.
Esperó un rato y aunque sólo alcanzaba a oír los crujidos y reventones de las chapas sintió que el tipo
estaba ahí.
Entonces apartó la chapa del todo y pasó el resto del cuerpo.
Avanzó a tientas hasta el medio del galpón con los agujeritos que subían y bajaban a cada paso suyo.
La luz de la ventana, en cambio, seguía inmóvil y si uno la miraba con demasiada fijeza parecía nada
más que un brillo en el aire.
Dio una vuelta sobre sí mismo en la oscuridad y los agujeritos giraron todos a un mismo tiempo. El olor
lo cubría de pies a cabeza y el rumor de las chapas semejaba el de un fuego invisible o el de un gran
mecanismo que rodaba lenta y delica
damente.
El tipo estaba en algún rincón de aquella oscuridad. Podía sentirlo. Sentía la forma agazapada de su cuerpo y el olor ácido de su miedo. Tenía un olfato especial para esas cosas.
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Gabriele. Nivel 1.
Cinegética
Haroldo Conti
—Pichón… soy yo, Rivera. No tengas miedo.
Maldonado no servía para eso. Todos los malditos ascen
sos no servían para nada. Se ponía nervioso y
echaba a perder las cosas. Maldonado también tenía un olor especial en estos casos. Le comenzaba a ...
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