jumie
Los Pirineos, 1816
— ¿Quién podrá ser esa muchacha?
Ignorando una especulación tan vulgar por ser algo inferior a ella, la señorita Evangeline Scoffield se detuvo con actitud afectada junto a la puerta del comedor y, con gélida dignidad, esperó al maitre d’hôtel.
Con una reverencia, el hombre se atusó el bigote mientras preguntaba en francés:
— ¿La mesa de costumbre, mademoiselle?Se levantó una ráfaga de susurros en una docena de idiomas.
—Tal vez una viuda adinerada...
—Quizá sea de alguna de las familias nobles de Europa. Napoleón obligó a muchos a expatriarse, como bien sabes...
Evangeline sabía que ninguno de los viajeros congregados en aquel hotel de lujo —ni el español ni el general prusiano, ni, por cierto, la inglesa que hablaba en voz tan alta— podríaimaginar la verdad.
—Gracias, Henri —respondió Evangeline en su propio idioma, al tiempo que le obsequiaba con una sonrisa melancólica—. Usted es demasiado bueno.
Los ojos de Henri relucieron de placer.
—Vivo sólo para servirla.
Con un sentido del drama recién adquirido - y para ella misma bastante sorprendente -, Evangeline respondió:
—Servirme podría resultar peligroso.
—Por usted, me río delpeligro.
—Créame: no soy digna de semejante declaración.
Los susurros continuaban:
—Los sirvientes insinúan que es una princesa...
—Sola, pobrecilla; ni siquiera la acompaña una doncella...
El maitre cerró los ojos y se llevó la mano al pecho, encima del corazón.
—Una belleza como la suya es una recompensa en sí misma.
¿Belleza? Hasta ese momento nadie había dicho de ella que era bella, peroen aquel lugar mágico cualquier cosa era posible.
—Tome —le puso unas monedas en la mano—. He sufrido tantas congojas en mi vida, que no puedo permitir que una amabilidad verdadera, como la suya, pase inadvertida.
Los ojos del hombre se abrieron como platos, y sus manos guardaron de inmediato el dinero en el bolsillo.
—Por una sonrisa suya, caminaría descalzo por un suelo pedregoso, pelearíacon una docena de hombres, lucharía contra un oso feroz, me enfrentaría al mismísimo diablo...
—Suficiente.
Más que suficiente. Henri intentó hablar, pero ella le dio otra moneda y él cerró la boca. Evangeline asintió, no como lo haría una princesa expatriada, sino como lo hace una inglesa sensata.
—Ahora iré a sentarme —dijo.
Aquel lugar, situado cerca de la frontera española, había sido enotros tiempos un castillo particular, la residencia de verano de un duque acaudalado. Cuando la derrota de Napoleón empobreció a su dueño, éste se vio obligado a encontrar un modo de mantener la casa. Aprovechando las fuentes termales que había allí cerca, satisfacía el deseo de los nobles de combinar viaje y salud. Dos hogares llameaban en el salón donde ahora se hallaba Evangeline; desde lasarcadas de mármol sonreían querubines, y unas anchas ventanas permitían ver el valle verde que se extendía más abajo.
Château Fortuné ahora era una de las joyas de la corona de los turistas ingleses de clase alta, y Evangeline se deleitaba en ser una de sus brillantes gemas. Aunque de forma temporal. Su falda de seda color esmeralda producía un murmullo de aprobación mientras ella se abría pasoentre las mesas vestidas de lino blanco y, con disimulo observaba las cabezas que se giraban hacia ella.
—Tiene muy buenas... formas. ¿Supones que tuvo algo que ver con el escándalo de la Saxe-Coburn?
— ¿La sosa de Saxe-Coburn? No seas ridícula. Esta muchacha tiene una apariencia exótica.
La curiosidad despertada por aquella mujer misteriosa corría desenfrenada por el salón comedor.Evangeline alzó el mentón exótico y fijó en sus labios una sonrisa inescrutable. Una sonrisa que había practicado ante el espejo.
Ninguna de las personas allí presentes podría jamás adivinar la verdad.
Con un gesto ampuloso, Henri retiró la silla. Evangeline se sentó al tiempo que le daba las gracias en voz baja y colocaba su pequeño bolso sobre la mesa, cerca del salero de Limoges. Tomó su estola de...
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