Las Motivaciones

Páginas: 17 (4099 palabras) Publicado: 11 de febrero de 2013
El vagabundo
Guy de Maupassant
Llevaba más de un mes caminando en busca de trabajo por todas partes. Por falta de él había dejado su país, Ville-Avaray, en la Mancha. Maestro carpintero, de unos veintisiete años, honrado trabajador, había estado durante dos meses sosteniendo a su familia, por ser el mayor de los hijos, teniendo que cruzarse de brazos ante la escasez de todo. El pan empezó afaltar en la casa; las dos hermanas trabajaban a jornal, pero sus ganancias eran escasas, y él, Santiago Randel, el más fuerte, no hacía nada porque no tenía nada en qué emplearse y había de comerse la ración de los otros. Entonces se presentó en la Alcaldía y el secretario le dio esperanzas de encontrar trabajo en el Departamento Central. Partió, pues, provisto de papeles y certificados, con sietefrancos en el bolsillo y llevando al hombro, en un pañuelo azul sujeto al extremo de un palo, un par de zapatos de repuesto, un pantalón y una camisa.Había caminado sin descansar ni de día ni de noche, por interminables caminos, bajo el sol y la lluvia, sin llegar nunca a ese país misterioso donde encuentran trabajo fácilmente los obreros.Se había empeñado, desde un principio, en que no debíatrabajar más que de carpintero, puesto que ese era su oficio. Pero en todos los talleres en que se presentaba le respondían que acababan de despedir obreros por falta de demandas, y terminó por decidirse, al encontrarse falto de recursos, a aceptar la primera colocación que le saliera al encuentro. En poco tiempo fue picapedrero, mozo de cuadra, empedrador, leñador, pocero, albañil, cestero y hastapastor, todo mediante una mezquina retribución, que él mismo proponía para tentar la codicia de aldeanos y patrones, que a pesar de todo, una vez terminado su trabajo, se deshacían de él. Luego, durante una semana, si no encontraba nueva ocupación, consumía lo que tenía y muchas veces sólo comía un pedazo de pan, gracias a la caridad de algunas mujeres, a quienes pedía desde el umbral de las puertasa su paso por las calles. Llegaba la noche, y Santiago Randel, harapiento, con el estómago vacío, las piernas destrozadas y el alma angustiada, marchaba descalzo sobre la hierba por el borde del camino, para conservar el último par de zapatos, pues los primeros hacía tiempo no existían.Era un sábado a fines de otoño. Espesas, nubes grises cruzaban el cielo rápidamente, arrastradas por el vientoque gemía entre los árboles. El tiempo amenazaba lluvia; el campo estaba desierto, porque había oscurecido y era víspera de fiesta. De trecho en trecho, en medio de la huerta, se elevaban, semejantes a grandes hongos amarillos, montones hacinados de paja trillada; las tierras, desnudas de toda vegetación, ocultaban en su seno la simiente de la próxima cosecha. Randel sintió hambre, un hambrebrutal, una de esas hambres que arroja al lobo sobre el hombre. Extenuado, alargaba el paso para llegar antes; y con la cabeza pesada, sintiendo el zumbido de la sangre en los oídos, los ojos inyectados, la boca seca, apretaba su palo convulsivamente, sintiendo el vago deseo de apalear al primer transeúnte que encontrase entrando en su casa a cenar.Miraba los bordes del sendero, sin apartar de sumemoria la imagen de un montón de papas desenterradas y esparcidas por el suelo. Si hubiera encontrado unas cuantas, hubiera reunido unas ramas secas y allí, en el mismo barranco, después de hacer fuego, se hubiera proporcionado una buena cena con aquellos redondos tubérculos, bien asados, que con seguridad hubieran hecho desaparecer el frío que le crispaba las manos.Pero la época de la papa habíapasado y habría de contentarse con roer, como había hecho la víspera, una remolacha cruda arrancada de uno de aquellos surcos.Dos días después hablaba en voz alta consigo mismo, alargando el paso por la obsesión de sus ideas. No había pensado hasta entonces nada en concreto; todas sus facultades, su inteligencia entera, la había puesto al servicio de su profesión.Pero la fatiga, la encarnizada...
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