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Adrian Conan Doyle y John Dickson Carr
El caso de los siete relojes
Las hazañas de Sherlock Holmes
Las hazañas de Sherlock Holmes
Encuentro anotado en mi libro de apuntes que fue en la tarde del miércoles 16 de noviembre de 1887, cuando la atención de mi amigo Mr. Sherlock Holmes fue atraída por
el singular hombre que odiaba a los relojes.
He escrito en alguna parte que solamente oí un vago relato del asunto pues ocurrió poco
después de mi boda. En realidad, en mi aseveración había ido tan lejos como para precisar
que mi primera visita, después de mi boda, a Holmes, fue en marzo del año siguiente. Pero el caso en cuestión era tan extremadamente delicado, que confío que mis lectores sabrán
excusar que fuera suprimido por una pluma que se guió siempre por la discreción antes que
por el sensacionalismo.
Pocas semanas después de mi boda, mi esposa tuvo que abandonar Londres para un asunto
que concernía a Taddeus Soltó y afectaba vitalmente a nuestro futuro destino. Resultándome insoportable nuestro hogar sin su presencia volví por ocho días a las antiguas
habitaciones de la Calle Baker. Sherlock Holmes me recibió cordialmente, sin formular
comentarios o preguntas. No obstante debo confesar que al siguiente día, que era el 16 de
noviembre, comenzó bajo malos auspicios.
Hacía un tiempo desagradable, y helado por demás. Durante toda la mañana, la
pardiamarillenta niebla se apelotonó contra las ventanas. Ardían las lámparas y los reverberos de gas, así como un buen fuego en la chimenea, y su resplandor se expandía
sobre la mesa de la que, pasado ya el mediodía, aún no había sido retirado el servicio del
desayuno.
Sherlock Holmes se hallaba pensativo y distraído. Retrepado en su sillón, arropado en un
batín de color de piel de topo y con una pipa de madera de cerezo en la boca, hojeaba los periódicos de la mañana haciendo de cuanto en cuanto un comentario irónico.
—
¿Encuentra usted pocos asuntos de interés?
—
le pregunté.
—Mi querido Watson —respondió—, comienzo a temer que la vida se ha convertido en
una rasa y monótona llanura, desde el caso del famoso Blessington.
—Sin embargo —repliqué—, éste ha sido un año de casos memorables. Se halla usted
sobrestimulado, mi querido compañero.
—¡Palabra, Watson, que no es usted precisamente el hombre más indicado para predicar
sobre el tema! Anoche, después que me aventurara a ofrecerle una botella de Beaune en la
cena, sostuvo usted tan denotadamente la tesis sobre las alegrías que proporciona el
himeneo, que temí no debiera usted haberlo contraído.
—¡Querido compañero! ¿Quiere usted decir que me hallaba sobrestimulado por el vino?
Mi amigo me miró de manera singular.
Las hazañas de Sherlock Holmes
—No por el vino quizá —dijo—. Sin embargo... –e indicó los diarios—. ¿Ha echado usted
una ojeada sobre la jeringonza con que la prensa nos regala?
—Temo que no. Este artículo del
British Medical Journal...
—¡Bien, bien!, —dijo—. Aquí hallamos columna tras columna dedicada a la próxima temporada de carreras. Por alguna razón parece asombrar perpetuamente al público inglés
el que un caballo pueda correr mas velozmente que otro. De nuevo, y por undécima vez,
tenemos a los nihilistas fraguando alguna negra conspiración contra el Gran Duque Alexei,
en Odesa. Un artículo de fondo está consagrado por entero a la indudablemente aguda
cuestión: “¿Deben casarse los dependientes del comercio?”
Me abstuve de interrumpirlo, para no aguijonear su mordacidad.
—¿Dónde está el crimen Watson? ¿Dónde esta la fantasía, dónde ese toque de lo
outré*
sin
el cual un problema en sí es como arena y hierba seca? ¿Acaso los hemos perdido para
siempre?
—¡Escuche! —dije de pronto—. ¿No ha sonado la campanilla?
—Y se trata de alguien que por cierto lleva prisa a juzgar por el clamor.
...
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