Es un grave error considerar como un único hecho histórico, una costumbre de tiempos pasados y de determinados lugares, un procedimiento codificado y racionalizado que lospoderes seculares y eclesiásticos infligían según preceptos superados ahora a través de la evolución social, política y moral. Estas ilusiones reconfortantes adormecen laconciencia colectiva y entorpecen la vigilancia contra un peligro real y omnipresente, incluso entre nosotros. En realidad, la tortura no conoce épocas, no requiere procedimientosparticulares, ni ambientes, ni medios especiales, y no deriva de la voluntad del poder, tanto secular como religioso. Hace sufrir a otras criaturas vivientes, y en especial aotros seres humanos, es una necesidad irresistible que parece innata en la mayoría de los seres humanos del sexo masculino –característica que los distingue de los animalesferoces- y que cada uno satisface en diferentes medidas: desde el buen padre de familia que con malicia y astucia causa congoja, y a menudo sufrimientos peores, a su mujer ehijos, hasta el profesional de la tortura policíaca-política. No es la Santa Inquisición ni la justicia secular quienes generan los aplausos estáticos ante los espectáculos sobreel patíbulo, ni suscitan el delirio de las masas al olor de la carne quemada, ni cuando los cielos se desgarran por los alaridos y gritos que resuenan a través de los siglos.En realidad, la relación entre causa y efecto funcionan en sentido inverso: es la sed de sangre congénita y la capacidad del hombre de gozar con la agonía de sus semejantes,la que genera y perpetua estas estructuras sociales que caracterizan e institucionalizan los hechos físicos, la satisfacción que ansía y exige al subconsciente colectivo.
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